miércoles, 9 de mayo de 2012

Excepcional

Como excepcional, según la doctrina, entendemos aquello que constituye excepción de la regla común, lo que se aparta de lo ordinario, o que rara vez acontece. Excepcional suele llamarse, por ejemplo, a una película que se haya saltado todos los cánones y reglas cinematográficos hasta ese momento utilizados para dibujarnos o contarnos una historia de manera veraz y, por supuesto, conmovedora. También se tilda de tal manera a un libro, o a un poema, o incluso al retrato inacabado (y por escasas personas observado) de la familia Borbón. Excepcionales se afirma que son las austeras medidas aprobadas por los gobiernos europeos pretendiendo suavizar su impacto (aunque, a la vista está, se hayan ya transmutado en todo lo contrario, frecuentes). Excepcional puede ser un deportista, capaz de asumir el peso de un grupo, de una nación e incluso de una pasión, y excepcional, claro está, logra ser una idea nueva, o una antigua olvidada, que intenta, y a veces logra, cambiar algo que creíamos inamovible.

Lo excepcional, parece, tiene en nuestro lenguaje, en nuestro sentir y entender, una acepción positiva. Más claro: si digo que esa joven es excepcional, parece que quiero expresar necesariamente que me encuentro ante una muchacha virtuosa, inteligente o hermosa. Al procurar atenerme al significado estricto de la palabra, puedo estar asegurando, sin embargo, que la chica es horrorosa, que es denodadamente idiota o, tal vez, que es propietaria de un carácter tan irritante que, aunque mi vida pudiera prolongarse indefinidamente, jamás me encontraría con nadie que pudiera parecerme tan insoportable.


Esta plomiza (pido mil disculpas, please) digresión viene causada por la interesada y malintencionada capacidad que cada uno de nosotros, y especialmente un servidor (ruego perdón por mi egocentrismo, pero soy la persona que más he llegado a conocer) tiene para refugiarse en la ambigüedad del lenguaje. Yo, criminal y bárbaro, utilizo la palabra grueso cuando observo que alguien está gordo, califico de normal aquello que asumo como detestable, y presumo de prudente cuando sé que me comporto como un cobarde. Soy (e intuyo que no soy el único) esclavo de las palabras. Y en este punto, quiero ser lo más claro posible y así asegurar que los actuales concursos televisivos, tan escasos en los años de bonanza económica, ya no son excepcionales. No, no. No es que antes de la crisis fueran buenos; en los buenos tiempos, eran pocos. Ahora todas las cadenas emiten montooooones de concursos, como si todas ellas se hubiesen conjurado para que el ciudadano medio, ése que está en paro y no sabe cuando lo van a desahuciar, olvidara momentáneamente sus problemas y se convierta en un autómata que sueña con un abrazo de la Diosa Fortuna. Cuando contemplo al histrión Arturo Valls rodeado de concursantes que, por errar en sus respuestas, caen peligrosamente al vacío (alguna demanda por lesiones  le caerá a la productora del programa, ya verán) o, peor aún, cuando me doy de bruces con la irritante teatralidad de la cadavérica Raquel Sánchez Silva que trata a su idolatrado Cubo (perdón por la mayúscula) como si de un ente inteligente se tratara, uno no puede más que aceptar que la temida estulticia que nos caracteriza nos conduce directos al Apocalipsis. Que Chicho Ibáñez Serrador nos pille confesados.


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