martes, 30 de diciembre de 2008

Despedida y cierre

Ignoro si volveré a publicar algo en el blog. Mi intención era trabajar denodadamente durante un año natural en él para, luego, abandonarlo a su suerte. Alguién dijo que, entre nosotros, los míseros mortales, no escasea el talento, sino la constancia. Yo, con casi cuatro décadas cargadas a las espaldas, temo estar bajo la sombra de la ineptitud (y no del avellano) y, desde luego que sí, estoy seguro de haberme convertido en un haragán. Habeís atestiguado, a los que me seguís me refiero, todo tipo de cambios en este sitio. De una presentación más o menos elaborada no exenta de ornamentos, he pasado a desterrar toda pretensión decorativa. Así, como se ve ahora, ha de quedar el blog en tanto que los dioses cibernéticos existan, tal que una hoja en blanco, mancillada por mis palabras. He intentado reírme de mí mismo, he procurado compartir inquietudes y pensamientos y desandar los caminos equivocados, pero no sé, todavía, si lo he logrado. Y, como dije, tampoco sé si continuaré por este camino. De todas maneras, a todos, gracias.
Para esta suerte de despedida he elegido un texto de Manuel Vicent, tan egregio artículista (opino, y ruego perdón a quién no comparta mi punto de vista, incluido el propio aludido) como anodino novelista. Hay futboleros que se manejan infinitamente mejor en campos chicos que en grandes estadios. Alegorizando la escritura de Vicent, diría que, en cancha pequeña, es un artista. Gracias, maestro.

Concierto, de Manuel Vicent. Publicado en El País el 28/12/2008.

Recordar sin desgarro ni melancolía, suave y armoniosamente, las cosas agradables que te hayan sucedido este año, como quien sale al huerto de atrás a recoger los frutos que ha dado cada estación, puede ser un ejercicio necesario de supervivencia cuando todo parece que se desmorona a tu alrededor. No pasa nada por ponerse tierno alguna vez. Al fin y al cabo a Bogart se le perdonó que se emocionara al oír de nuevo el piano de Sam. Pese a todo, no se te habrán negado ciertos momentos de felicidad en medio de la ruina general. El placer de la lectura de un libro apasionante durante una convalecencia te recordó aquellos días de la niñez en que el sopor de la fiebre se llenaba de piratas y aventureros. Seguramente habrá habido también este año algunas mañanas de primavera en que te has sentido feliz sin saber por qué, tal vez porque te bastaba con que el sol estuviera en la ventana para salir a pasear y que te obedeciera tu perro. Tampoco habrás olvidado el viaje que hiciste durante el verano. Abriste el mapa, señalaste un punto azul y de la yema del dedo surgió una ciudad, una isla, una playa unida al nombre de una amiga, de un compañero, de un viejo o nuevo amor con el que te pusiste en camino. Dulces fueron aquellas tardes en que la discusión acalorada se estableció en torno a una copa sobre el tema que no importaba nada, salvo el gusto por llevar la contraria para demostrar que te sentías vivo y en plena forma con toda la inteligencia bombeando sangre en las sienes y después sucedía el silencio con un poco de música en la que siempre estabas de acuerdo. Probablemente habrán sucedido algunos desastres en tu vida. El puesto de trabajo sigue estando en el aire, te han rechazado algunos proyectos en los que te habías embarcado, la desconfianza que genera la crisis ha terminado por calarte los huesos y parece que en el horizonte se ha instalado un muro que no vas a poder saltar. Pero la vida es como un concierto de Mozart en que las malas noticias hay que recibirlas en el interludio. Cualquier golpe duro en ese momento puede ser diluido en la memoria con el movimiento más excelso de la partitura que has oído y después quedará la segunda parte para que un solo de clarinete te haga olvidar por un instante cualquier desgracia.

De puntillas y sin hacer ruido ...

... os dejo mi penúltima aportación, no sé si solo hablo de este año. Es un artículo que escribí hace mucho tiempo, cuando mis pies aún no se resignaban a caminar sobre el suelo. Espero que os guste.

Pequeños detalles

A menudo nos sorprenden. Y, solo en raras ocasiones, les concedemos un hueco en nuestros pensamientos; bastante ocupados andamos esquivando problemas, sorteando situaciones embarazosas y anhelando que, al menos, la próxima mañana no sea muy distinta a la anterior.

Os hablo, por puro azar, de pequeñeces. De esas diminutas cosas que alguna vez creímos olvidadas y, plantadas de sopetón ante nosotros, arrastran del hilo invisible que las une a nuestros recuerdos.

No ignoramos que muchas de las escenas que rememoramos, si es que no son todas, faltan a la verdad; nuestra edad las ha macerado tanto que terminan por tornarse irreales, sometidas como están a nuestro insistente, y cada vez más enquistado, punto de vista. A pesar de ello, las sentimos tan genuinas como las yemas de nuestros dedos; están ahí, puedes sentirlas. ¿Para qué perder con ellas un minuto de tu valioso tiempo?

Una de esas pequeñeces, por ejemplo, es el olor a torrijas recién hechas en cualquier bar, tan parecidas a aquellas que alguna de nuestras madres nos solía preparar cuando fuimos niños. Otra, más recurrida, resulta ser esa canción dulzona que alguna emisora trasnochada acierta a radiar y que, casualmente, una vez compartió nuestros primeros escarceos amorosos. Una y otra, servidas al dente, no nos parecen manipuladas por nuestra consentidora memoria, por unos recuerdos que nos bailan el agua, dulcificándonos los malos tragos. ¿Quién se acuerda de aquellas migas infames que una vez preparó tu padre? ¿O de las amargas noches que pasaste escuchando aquel odioso tema de Pretenders, cuando aún te parecía increíble que tu chica te hubiera dejado?

Aún así, escéptico ante la probada certeza de mis recordadas mentiras, algunos de esos pequeños acontecimientos se han instalado, a horas poco oportunas, en mis pensamientos. Es mi obligación, por tanto, advertiros que las presunciones que componen este escrito son puras divagaciones y que, como tales, pueden aburrir al más pintado. Podría así suponer que en este punto algún lector, hastiado, haya pasado de página; pero antes de que lo haga, quisiera hacerle partícipe de mi eterna gratitud, más que nada por haber soportado tamaña perorata hasta este punto.

¿Quién no guarda en su pequeña historia la memoranza de una hermosa primavera? Los campos floridos, suaves brisas y ropa de entretiempo. Su nombre evoca belleza, otorga ansía al respirar, incita a saborear cada uno de tus pasos; pero pocos se acuerdan de las alergias hasta que llega el buen tiempo; de buenas a primeras tu posición, social o laboral, horizontal o vertical, depende de un puñado de pañuelos de papel. Ya no evitas a los desgraciados que los ofertan en los semáforos; incluso recorres media ciudad con tu coche, esperando encontrar alguno antes de llegar a la oficina. Comienzas a cultivar determinados saberes farmacéuticos que, una vez llegue el verano, olvidaras por completo.

El estío. La época en la que siempre ubicamos nuestros mejores momentos, cuando, al menos por unas semanas, ganas verdadera consciencia acerca de la propiedad de tu tiempo. Desde hace algunos años, veo bajar el verano caminando por la Rambla, buscando el sosiego del mar, anhelando la caricia de la arena. Anda y lo hace en forma de mujer, ya sea morena o rubia, india o mulata. Esa imagen tan deliciosa, esas figuras que, deseadas o envidiadas, se pasean bajo el sol nos hacen olvidar lo que se nos echa encima: escuadras, ejércitos, millares de mosquitos que, amparados por el calor, nos atosigan sin descanso. Nos buscan en casa, nos acosan en nuestro lugar de descanso, nos desvelan por la noche, aprovechándose de la longevidad del verano para sobrevivir hasta el lejano otoño.

Otoño. La imagen de parques poblados de árboles de hoja caduca enmarca su nombre con tonos verdes y marrones, tan apagados como un sol que nos implora descanso. Y como no, ese tiempo diseñado para la melancolía, ese lugar de reposo para el alma agotada por los avatares de las vacaciones también tiene sus pegas. Para muchos son las lluvias, que nos sorprenden y arrasan con todo en un momento. Para otros que, como yo, opinan que el agua en Alicante siempre ha de ser bienvenida, sus espinas son las bodas: la mayoría de parejas, amigos, familiares, compañeros de trabajo, vecinos suelen escoger esa época para casarse. Y ahí estás tú, con un salario paupérrimo, con una cuenta corriente que te da pánico consultar, enfrentándote a dos, tres o cuatro compromisos en escaso espacio de tiempo. Naturalmente necesitas ropa nueva y, si tienes muy mala suerte, tendrás que localizar habitación en algún hotel de alguna ciudad extraña, pues has sido emplazado en la iglesia a la que pertenece, y que por cierto no suele pisar, la novia de turno.

Por fin llegamos al invierno. Y con el la Navidad, idea original desde la que ha partido esta desastrosa disertación. Esas fiestas tan entrañables, en las que el lobo vuelve a disfrazarse de cordero y dispone ante nuestras ingenuas miradas un interminable desfile de luces y colores, adornados con todos los buenos sentimientos de los que pueda hacer uso la factoría Disney, bajo la atenta mirada de El Corte Inglés. Si nos apuran, tras comprar las típicas castañas calentitas, saciamos nuestra pasajera bondad dándole las vueltas a un mendigo. Todo es hermoso, la vida es estupenda y poco nos importa que, en otros lugares del mundo, el escorbuto, la lepra o algo tan simple como el hambre decapiten miles de sueños, esperanzas y palabras. Es entonces cuando el compañero, el amigo, el conocido que se ha pasado el año creyéndote invisible, se cierne sobre tu sorpresa lotería en ristre. Tu cartera no llora porque no puede, aunque ignoro si lo harán las confeccionadas con piel legítima de cocodrilo. Con un horizonte cargado de regalos sin utilidad, de detalles de mirar y tirar, de cuantiosas cantidades a crédito, tu desesperanza es indigna de esas fechas y te dejas arrastrar por la marea.

Con esta recapacitada decisión, y aunque solo sea por este año, pretendo implorar a los vendedores ocasionales de papeletas que respeten mi desconsuelo, que esquiven mis buenas intenciones y yo, en el futuro, prometo no lanzar un saludo al vacío cuando me cruce con ellos. Yo tampoco quisiera incomodarles obligándoles a hacer algo que no desean.


Antonio José López Rodríguez
noviembre de 2001