miércoles, 31 de marzo de 2010

Nausicaa cautiva


La mañana era soleada para ser enero y Brigo González vestía el traje de lana azul que tanto gustaba a Pilar con la vieja corbata a juego. El taxista le dejó junto al quiosco, Rambla Méndez Núñez esquina San José, y al entrar en el portal se movió con cuidado, pues lo andaban reformando y temió mancharse su abrigo nuevo. El viejo ascensor, al llegar al primero, le plantó frente a una puerta de roble joven, envilecido por un cartel que anunciaba la entrada al bufete de abogados.

Abrió una chica que le esperaba, y ésta sí acertó al ayudarle a tomar asiento y le rogó amablemente que aguardase unos minutos, pues su jefe venía de camino. Asomada desde el recuerdo, jamás reconocería la sombra de su antiguo estudio en aquella estancia hostil, rica en maderas nobles, decorada con suntuosidad: Alberto y su esposa la habían ampliado y redistribuido cuando, hacía unos meses, se quedaron en subasta pública con la vivienda contigua, la de su amigo Pere. Aún así, Brigo González todavía gustaba de pasar allí algunas horas, evocando desde su sillón olvidados pensamientos, irrealizables proyectos. El teléfono sonó y su nuera, que andaba por la Audiencia Provincial, ordenó a la nueva pasante que si el viejo se ponía pesado, lo metiera en un taxi con cualquier excusa.

Inquieto, miró a la muchacha y se paseó lentamente hacia uno de los despachos, el de su hijo. Junto a la mesa estaba la ventana, aquella desde la que se entreveía la Rambla, flanqueada por los mismos edificios mudos, cada día más infames; dos de ellos los pergeñó él mismo, en su mesa de dibujo. Brigo González repasó en su memoria el mejunje arquitectónico que vertebraba la ciudad, afectada por el brote endémico de la especulación inmobiliaria.

Tantos años trazando líneas anodinas alimentadas de hormigón, tanto tiempo incapaz de soñar un friso o de viajar y disfrutar la obra de Bruno Taut y era entonces, maestro en el gozo de pasear por las calles de otras ciudades, cuando tenía la certeza de que la arquitectura es un arte, no una profesión, y que le dolía no haber sabido disfrutarlo.

Entretanto y a su lado, la muchacha, como podría haber hecho cualquiera en circunstancias similares, parecía buscar algún papel imaginario y, de paso, evitar perder de vista a tan inoportuno visitante. Éste le sonrió y ella, sonrojada, dijo algo sobre un café y le dio la espalda. En ese instante, Brigo González tuvo un pálpito: en la melena de la joven, como en la de otras muchas, reconocía esa gracia con la que Eleni Arvanitopoulos mecía su pelo, como si esbozara ante sus ojos ondas tan trigueñas como inacabables. Y es que en el fondo, el viejo arquitecto era un poeta.

Apoyada sobre el escritorio de su jefe, taza en mano, la pasante escuchó a regañadientes la pequeña historia de La Greca, como la llamaban en el bar de Pere. Aquella jovenzuela, tomada por muda en el verano de su llegada, distraía su timidez aguantando sin zozobra los achuchones malintencionados de sus clientes, a los que evitaba hablar con su media lengua italiana, pues no quería rendirles más confianza. Los habituales de la cafetería la arropaban siempre con piropos, y más de uno se creyó deudor de sus ojos cuando le sonrió. Eleni llegó a pisar fuerte en su oficio, incluso dejó que alguno de aquellos españolitos la rondase y la gozase; eso sí, nada serio, pues su novio pronto vendría a buscarla desde Italia.

Y eso sucedió muy pronto, pese a la contrariedad de los escépticos: un mal día se presentó en el local donde trabajaba su amada y, dejando dos solos y un café con leche en la barra, se la llevó a Roma, seducida con la idea de administrar su propia trattoria.

Al joven arquitecto le dolió aquella huida tanto como para soportarla: como todos, fue cumpliendo años y un día, en la sala de espera del dentista, se dio de bruces con la cara del italiano, no tan tieso y grandilocuente como lo recordaba; uno de los rostros que aparecían en la portada del dominical era el suyo, no cabía duda, pero vencido por la vejez, carente del entusiasmo con el que un día se llevó a Eleni en volandas.

Brigo González leyó el reportaje y vio otras fotografías, tomadas durante la tertulia que mantuvo un olvidado periodista con los dos mitos del cine italiano Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni. Aquella charla, o al menos así él lo creyó, destapaba dos formas de asimilar una juventud tan reciente como perdida, alumbrada por los besos de las mujeres a las que amaron, por las caricias de aquellas que no fueron más que un capricho, por las sonrisas de aquellas otras que, inabordables, dieron esquinazo a sus deseos. Probablemente, a Vittorio y Marcello les unía mucho más el ansia por revolcarse con la mujer prohibida que muchos de los trabajos que hubieron de hacerles amigos. El resquemor propio entre conquistadores siempre pudo estar latente. Pero lo que más impresionó a Brigo González no fueron las palabras, sino la mirada del gran Gassman rendida a la muerte, ajena al recuerdo de la piel de Eleni Arvanitopoulos, de su sudor, de sus suspiros. A él sí, a Brigo González esas sensaciones todavía le mantenían con vida.

Finalizado el relato, la pasante, cariacontecida, decidió para sí que aquel era el mayor de los embustes que debió haber tramado ese viejo verde y, haciendo acopio de un arrojo tan inusual como reprochable, acompañó al anciano hacia la calle, disculpándose con la improbable aparición de su jefa. La mirada de Brigo González buscó con tristeza los ojos oscuros de la joven que le echaba con la misma crudeza con la que un día le dejó su amada.

- Estudiaste leyes, ¿verdad?. Entonces eres de letras, sabrás algo de arte. ¿Sabes que es el mudéjar? Uno de estos días pasaré a contarte lo que significa en árabe.

La puerta se cerró tras él y Brigo González, en la oscuridad de la escalera, tuvo por cierto no volver a sentir el olor a mar. Asombrado, no vaciló en dejarse derribar para perderse entre las callejuelas que algún día le llevarían hasta la Fontana de Trevi, donde el agua jugaría todavía con Eleni, mojada y eterna, envuelta en el indeleble blanco y negro de la nostalgia.


Antonio José López Rodríguez. Enero de 2001.