martes, 19 de abril de 2011

Regresión de edad



En terapia, y según la Wikipedia, la regresión de edad resulta ser la técnica empleada, para que los sujetos puedan evocar y vivenciar situaciones pasadas de sus vidas, incluso no recordadas conscientemente.

Dicho esto, estoy en situación de asegurar que no sigo (ni he seguido jamás) terapia alguna. Tampoco es que me precie de ello. No he tenido, digamos, la necesidad de recurrir a ese campo de la pseudomedicina. De hecho, he de desvelar que soy un simple (o lo que yo entiendo como tal, un fulano con una capacidad racional manifiestamente inferior a la de la generalidad de sus congéneres), por lo que no espero verme nunca tumbado en el diván de un psicólogo (ya sé que tal palabra, como la citada pseudomedicina, puede prescindir de la p antepuesta, pero tal omisión me parece una modernez infumable) ni en el lecho de una voluptuosa velina (no soy un magnate de los mass media pseudosetentón, evidentemente).

¿Infumable?  Ya me vale con el adjetivo.

A lo que iba. Todo este embrollo, toda esta estructura semántica sin gracia inspiradora ni puntal que la sostenga, viene a justificar mi particular regresión hacia la niñez perdida. Sí. A mis cuarenta y dos tacos. Recién dejado, como aquel que dice, el último cigarrillo en el cenicero. ¿He dicho ya que he conseguido (desde hace tres meses) dejar el tabaco? Pues lo digo, ea. Que no se diga que no se puede ...

Y sí. Insisto. También he vuelto a la infancia. Me lo he comprado. Acojonado, sí, pero me lo he comprado. Ya tengo un Scalextric. Pequeñito, con una pista chiquita, pero un auténtico Scalextric. Pasaron muchas noches de Reyes, trece o catorce cumpleaños y nunca, nunca, pude disfrutar de uno. Mis padres, que eran humildes y sensatos, me argumentaban que era un ingenio demasiado grande para disfrutarlo en un pisito de cincuenta metros. Y los Reyes (pobres de ellos, que en las décadas de los setenta y ochenta no disfrutaban de la ilustre colaboración de Papá Noel) tenían demasiados niños pobres a los que atender como para consentir a un crío que había logrado que le compraran unas zapatillas Paredes y una bicicleta Torrot TT.

Pero ya lo tengo. Es mio. Ya he dicho que, cuando lo compré, me acojoné. Claro. Un psicólogo me diría que sentiría miedo de obtener lo inalcanzable, de alcanzar una meta a partir de la cual puedo vislumbrar la cuesta del declive vital. Podría ser. De hecho, firmaría tal veredicto si supiera que el Scalextric, en verdad, no lo compré yo. Me lo compró un amigo (a quién, después, tuve que darle la pasta, evidentemente) que se encontró con un chollo en unos grandes almacenes y se acordó de mi frustada ilusión. Pero no. Yo creo que no. Que si me acojoné es porque, a pesar de ser una ganga, no llego nunca a fin de mes, que son muchos los pagos y deudores a los que he de atender y que un capricho, en tales circunstancias, siempre está de más.

Por eso he de agradecer a mi amigo Quique que me llamara para ponerme en el compromiso de comprarlo o rechazarlo. Si no fuera por él, si fuera yo mismo el que me hubiera topado con el juguete rebajado, no lo hubiera adquirido. Me hubiese sabido mal. Sin embargo, le dije que sí. Y cuando mis hijos lo vieron, abrieron los ojos como platos; no podían entender que esa maravilla fuera para mí.

- ¿Es tuyo? - me preguntaban asombrados.
- No - contesté irresistiblemente sonriente - Es para todos.


Y me compré más pistas y un par de coches nuevos. Cuando se lo confesé a mi madre, me regaló una sonrisa que nunca olvidaré y un billete de cincuenta euros. No creo que exista terapeuta que la iguale.

domingo, 3 de abril de 2011

Mi paraíso


Donde vivo, tengo la suerte de disfrutar de una terraza. Y en ella, junto a otras plantas, tengo una higuera. Ella, mi higuera, la planté en un macetero grande, de esos de plástico que imitan a los de terracota. Mi higuera, que llevará conmigo cuatro años por lo menos, no ha crecido mucho, no. Es flaca y pálida, como una novia largirucha. Se queda pelada en invierno, y sufre los embites del viento cuando, fiero, irrumpe en mis dominios. Pero, con todo, cuando lo ha querido, me ha regalado deliciosas brevas, y también higos. El año en el que sus frutos han sido malos, no he podido reprochárselo; ya hace bastante, la pobre, considerando los escasísimos cuidados que le dedico.

Mi higuera, cada primavera, se puebla con hermosas hojas verdes y me arranca una sonrisa, la ilusión, el deseo de tener un día libre para disfrutarlo en mi terraza. No es poco, no. Es todo un lujo. Y este año, este mes de marzo que ya ha pasado, me he encontrado una inesperada sorpresa: allí, junto a la eugenia reseca, entre el ficus desangelado y los testarudos geranios, una planta que mi madre me regaló, un ave del paraíso sudafricana, ha estallado en toda su belleza. Leo que requiere grandes cantidades de agua entre marzo y octubre, así como ser abonada semanalmente. Estupefacto, solo puedo afirmar una cosa: la vida, efectivamente, es un milagro.