miércoles, 25 de junio de 2008

Lágrimas de cocodrilo


Se me escapan. Mis ojos se desbordan, los gestos se corrompen, el lastre se derrama. Ocurre que, en ocasiones, lloro. No me avergüenzo por confesarlo, no. Lloro. Y no sucede, precisamente, en los momentos terribles que nos aguardan a todos, agazapados tras las aristas de la vida. Ahí, entonces, acostumbro a mantenerme frío, tal vez distante, como si la desgracia no fuese conmigo. Una escena de una película, en cambio, una estrofa de una canción o el sufrimiento televisado en directo suelen ser detonantes del llanto. ¿Y qué, os preguntareís? ¿Acaso, por eso, eres diferente a los demás? No es eso. No. Deduzco, ley de las probabilidades en mano, que habrá muchos más que reaccionan como yo lo hago. Pero lo que siempre me ha consternado es la posibilidad de que sea mi egoísmo pendenciero, ése que a veces gusta de compadecerse ante su reflejo, el que abre el grifo de mis miserias. Hace poco, hace nada, lloraba. Lo hacía al visionar una escena de una película de David Lynch. "Una historia verdadera", se titula. La actitud del viejo frente a la hoguera, dibujando con sencillez su concepto y experiencia acerca de la familia, fue la excusa perfecta para arrastrarme sin remisión hacia el desgarramiento lacrimógeno. Cuando quise reponerme, cuando dejé de moquear, deduje algo que ya he deducido antes. Supuse que, exponiéndome a tales circunstancias, buscaba ganarme la condición de buena persona. Luego, al poco rato quizá, salí a la calle, esquivé la mirada del pedigüeño, remiré con inquina al vecino que me ignora y volví a ser otra vez yo, tan natural y mezquino como siempre. Y es que hay cosas que, por muchas lágrimas que sueltes, no deseas que cambien.

martes, 24 de junio de 2008

Nocturna


Aquí me teneís. Insomne, como un mochuelo. La noche abruma mi voluntad, y evito, sin proponérmelo, marcharme a dormir. Es la noche de San Juan. De Sant Joan. También de San Giovanni. De Ayios Yiannis y de Saint John. No quiero que se me malinterprete y que creaís que soy una especie de santurrón, maldita sea. Bien sabeís que mi vocación de demonio (bienhechor, pretendo) no me permite tales licencias. Aunque, si lo pienso bien, sí hay un par de benditos por los que me atrevería a ignorar (aunque solo fuese un ratillo) los lúbricos cantos de las Ninfas del Edén del Fuego Eterno. El primero es San Patricio, Saint Patrick, patrón de Irlanda y (¡albricias!) quisiera que de la cerveza. Nací en el día de su onomástica, por lo que es lógico que me provoque cierta simpatía. La otra, no sé si santa, es María Magdalena. Ya en mis tiempos de monaguillo a tiempo parcial se me antojaba como una mujer, ejem, de bandera. Sabina, hace unos pocos años, le dedicó la canción que yo quisiera haberle escrito. Olé por Joaquín, cachondo irredento.

A lo que iba. Es noche de San Juan. Me hubiera entusiasmado la idea de bañarme en la playa (que está aquí mismo, tan cerca) y lustrar mi alma pagana con el salitre y la arena. No recuerdo haber hecho eso antes. Y si lo hice alguna vez (siendo mozuelo) ignoro si fue en la madrugada de un 24 de junio. Andaría yo, casi seguro, enrevesado en otros menesteres que poco tendrían que ver con la magia que, se supone, destila el equinoccio de verano (andando yo con veintipocos años estaba más pendiente de calzarme a Menganita sobre la arena que de misticismos y cuentos de parecido calado). ¿Y porqué no he ido hoy, cual iluminado cuarentón, a bañarme en el Mediterráneo, os preguntareís? Por vago. Ni más ni menos. Por perezoso y por simplón. Hay que joderse ...

Todo esto viene a cuento porque, para congraciarme con la magia, se me ha ocurrido regalaros a todos los que teneís a bien leer mis chorradas un deseo sanjuanero: imploro a la divina Afrodita que el fuego más puro, el fuego que nos ilumina y nos refleja, el que encadila y mece los sentidos, os consuma durante todas vuestras vidas. Que esa llama mágica, escapada de alguna estrella, os haga brillar en la oscuridad, que ilumine vuestros caminos y que, sin miedo a perderla, pueda ser compartida con aquellos que os rodean: amantes, hijos, padres, vecinos y funcionarios, peluqueras y poetas, desalmados y fulanas, cantamañanas y notarios. Todos, todos ellos, deberían dejarse quemar por ella.
PD.- Seguro que peco de poco original, pero confieso haberme reconciliado (¡por fín!) con la selección española de fútbol. Tenía demasiadas heridas abiertas (la de la España de Naranjito, aquella de Arconada en París, la otra de Michel en México y otras muchas que, dolorosamente, aún estaban por cauterizar) y hoy, tras vencer a la Bella Italia, puedo proclamar mi orgullo por haber nacido aquí, por pisar la tierra que me da cobijo y porque unos chavales, con alegría y desparpajo, han logrado ilusionar a este escéptico que soy yo. Lo que pase después no importa. El bien ya está hecho. El fútbol, ya se sabe, es solo un juego. Pero, ¡ay del que pase por la vida sin jugar!

miércoles, 11 de junio de 2008

Sin espíritu de ofender ...


No me importa ser tildado de machista. Tampoco de cualquier otra cosa que, quién esto lea, tenga a bien regalarme. Mas pasa la primavera (más que rara, por Belcebú), arriba el tiempo en que el sol calienta con más brio, cuando el salitre, salpicado de arena, embellece las carnes morenas. No hay belleza, siento, sin verano. No hay verano, rebuzno, sin mujer.


Las palabras que a ella se dedican (y que en el siguiente párrafo transcribo) las recitaba Fernando Fernán Gómez, caracterizado como Manolo en la película Belle Époque. Las había olvidado, pero en una entrevista realizada por internautas a Fernando Trueba, con ocasión del fallecimiento del actor, pude recuperarlas. Componen, más que una reflexión, un circunloquio, y pertenecen a Thomas Mann, en concreto a su obra La montaña mágica.


“O, encantadora belleza orgánica, que no se compone de pintura ni de piedra, sino de materia viva y corruptible. Mira los hombros, y las caderas, y los senos floridos a ambos lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas, y el ombligo en la blandura del vientre, y el sexo oscuro entre los muslos. Y déjame sentir la exhalación de tus poros, y palpar tu vello. Imagen humana de agua y albúmina, destinada a la anatomía de la tumba. Y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos.”


Pues eso. Que se extraña en estas fechas a don Fernando ...


Habanera imposible

A Carlos Cano.


A uno, como a todos, le apetecería marcharse lejos, dejar la rutina atrás, sumarse a lo impredecible. A uno, como a algunos, le seduce la utópica pretensión de abandonarlo todo, casa, trabajo y merchandising, y arrastrar a la familia a un lugar bucólico y perdido en el que abrir un negocio ruinoso (una libreria de viejo, por ejemplo) y dejar que el compás de la vida, olvidadas las esclavitudes y el vaivén de las prisas, meciera el resto de mis días. A uno, que puede ser necio pero intenta demostrarse lo contrario, le cuesta creer que llegue ese momento, pues el tiempo es veloz, devora tu cuerpo, el imaginario y las hojas de ruta, y al final uno se queda sobre el sofá, pendiente de la televisión. Pero si el destino pusiera en mis manos esa posibilidad de cambio, esa aduana sin barreras, a uno se le ocurre que pudiera marchar a La Alpujarra, a la montaña granaína, a Pitres o a Capileira, a perderse para siempre en un cortijo como el ex-Genesis Chris Stewart. Aunque, bien pensado, da miedo. Verdadero miedo. La última ocasión en que estuve por allí, temí que la bullicie de Órgiva acabará sometiendo la sierra, como un mal terrible que no puede ser detenido. Las montañas, el frío, el agua y los árboles lo impedirían, tal vez. O no. Habría de buscar otro sitio. Otro lugar perdido. En Soria, tierra desolada. Llana, plana, sana. Como sus gentes. Pero viene a mi memoria lo difícil que, hace ya años, costaba robarles la palabra a los castellanos. ¿Y Córdoba? ¿O Cádiz? Tal vez, tal vez. ¿Y Altea o Biar, que me quedan tan cerca? No sé, no sé. Tal vez estaría bien irse a vivir a la isla del viento, Lanzarote. O a La Gomera, donde reina la laurisilva. Islas, todas las Canarias, donde las muchachas cantan al hablar. ¿Y las islas griegas? ¿Cómo pude olvidarlas? En mi haber sigue el recuerdo de la blanca Poros, de la sinuosa Hydra, de las esponjas puestas a secar bajo los portales azules. Nunca vi un mar más cobalto que el heleno. ¿Y si fuera allí donde, a uno, le correspondería ser feliz?


Al uno al que lees le agradaría saber cual sería ese sitio en el que tú desaparecerías. A uno, ya ves, le gustaría saber cual es tu habanera imposible.