jueves, 29 de diciembre de 2011

Auld Lang Syne

Ya tenemos encima el año nuevo. Realmente es una tontería pero pronto, demasiado pronto, cambiaremos el calendario que, algunos, aún colgamos en un recóndito rincón de la cocina. Iniciaremos un nuevo ejercicio fiscal, como diría un funcionario de la hacienda pública, y nos dispondremos, todos o casi todos, a remediar lo irremediable, a adoptar hábitos más saludables y, siendo más osados, a cambiar radicalmente nuestra forma de vida.

De momento, llevo algo de ventaja. He conseguido (espero que por mucho tiempo) acabar con mi problema con el tabaquismo y, toco madera, gozo de una mala salud de hierro. También he logrado hacer deporte irregularmente (en realidad, dar largos paseos en bicicleta no me parece ejercicio, sino hobby) y, afortunadamente, también he podido trasladar mi trabajo hasta el lugar donde estoy empadronado, con lo que, amén de ahorrar en gasolina y prisas, me permito dar un agradable paseo matinal de lunes a viernes. Todo va razonablemente bien y, tal como andan los tiempos, debería de agradecérselo a alguien. Si fuera creyente, desde luego lo haría. Incluso puede que ya lo haga cada día y soy demasiado orgulloso para admitirlo.

Por eso, mis propósitos para este 2012 amenazante y/o apocalíptico que se avecina sobre nuestros temores van encaminados a alimentar el bien común. No piensen que soy un alma pura que ama más al prójimo que a sí mismo. En verdad, soy tan egoísta, rastrero y envidioso como cualquiera que se precie de serlo. Pero esta forma de vivir que, entre todos, hemos contribuido a diseñar puede compararse a una larguísima anguila que ha estado mordiéndose la cola durante largos decenios: si el pez abre la boca y suelta el extremo, el círculo se convierte en línea. Y la línea, hacía la derecha o la izquierda, conduce hacia la nada absoluta. Hoy más que nunca, precisamos del bienestar ajeno para hallar el nuestro. Espero que la razón, por fin, alumbre el conocimiento humano y la gente, de una vez por todas, entienda que el propósito de la vida no es gastar. Y, ojo, el primero que debe aplicarse el cuento es un servidor. 

En fin. Mis buenos deseos para Pedro SegurolaPaulaMikelArrantxaJerusalemAkroon, Joeslot y todos esos amigos y seres queridos que uno ha ido encontrando (que no mereciendo) en el camino. Un sincero deseo de mejora para todos aquellos que sufren bajo el yugo de la enfermedad, la desesperación o la miseria. Un abrazo para quién crea que lo merezca, una mano tendida para quién sepa que no la merece, una mirada compasiva para aquel que, a su vez, mira a los demás por encima de unos hombros arropados bajo su carísima chaqueta de Ralph Lauren. Lo importante no es lo que tienes, sino lo que sostienes. O, como se diría en el veraniego Buenos Aires, cambiá lo que tenés por lo que sostenés.


Un cariñoso saludo a todos, Lucía Etxeberría y Fernando Sánchez Dragó incluidos. Ya os mostraré en otra ocasión el flamante Cheetah que me trajo Papá Noel (a la porra con mi alegato anticonsumista).

martes, 20 de diciembre de 2011

Regalo de Navidad

Dícen que el mejor regalo que puede hacerse a alguien que se aprecia es el que sale directamente del corazón (que, bien es cierto, es una manera bastante cínica de decir que no te ha costado un duro).

Como me he levantado con espíritu navideño (ay, aquellos tiempos de la tienda de campaña ...) y, perdón por las molestias, con una pizca de malasombra (ya sé que dije que no volvería a meterme con ningún personaje del panorama socio-cultureta nacional y/o internacional, pero de sabios, y también de veletas, es rectificar), ahí va mi regalo para quién me lea:

Lucía Etxeberría, la insigne escritora, ha prometido que va a dejar de escribir libros. Para adultos, concreta en una segunda parte de su manifiesto.



Suena a autopromoción, claro. De su nueva novela, por supuesto. Con lo que, probablemente, incumplirá su promesa. 

No obstante, yo, de natural humilde, se lo agradezco. Y no es porque no me guste lo que escriba. No, que va. Jamás he leído nada de esta pizpireta autora. Algún artículo tonto (perdón, Lucía, pero es que así me lo pareció en su momento) y poco más. Si que, desde la barrera del desinterés, he sabido de sus puestas en escena cuando ha presentado alguna de sus obras o, incluso, cuando le han dado algún premio. Ignoro (porque eso soy, un ignorante) si hace bien su trabajo, si vende mucho, si estará en el top ten de los lectores más vendidos del mundo, o de Europa, o de Sanlúcar de Barrameda. Desde siempre, y espero que me perdone si la molesto, me ha parecido pretenciosa (no ya su escritura que, insisto, desconozco, sino su actitud). Impostadamente provocadora, tal que un remedo femenino de Almodóvar con un toque macarrónico (de macarra, vamos). Y, aunque sea infantil por mi parte, siempre he creído que sus títulos son pomposos y vacuos.

Insisto: sin afán de molestar.

Claro. Todo eso se lo guarda uno. Hasta que descubre la noticia en El Mundo (http://www.elmundo.es/elmundo/2011/12/19/cultura/1324317428.html), en la que, aparentemente, nuestra Lucy confiesa que está harta de que la gente se descargue ilegalmente sus libros (si es que hay gente para todo, qué le vamos a hacer) y que no está dispuesta a trabajar tres años como una negra para eso.

¿Trabajar? ¿Escribir es trabajar? Yo, que soy un romántico, siempre he pensado que escribir es algo que haces porque sí, porque es una necesidad física, aún cuando la fortuna te sea aviesa y malvivas con un mísero empleo para, a duras penas y merced a largos desvelos, intentar contar algo que, y ahí te engañas, crees que nadie a sabido expresar antes como tú quieres hacerlo. Escribir es vivir en un mundo paralelo como esos en los que habitan el músico, el pintor, el dibujante o el soñador sin sueños. Y eso, en estos tiempos de estrecheces, hay que tenerlo muy claro.

Por eso me sorprenden tanto las supuestas palabras de la Etxeberría. Por su afán contable. Ya sé que, como yo, tiene que pagar facturas, comer, vestirse y poner gasolina. Pero la escritura, como el fútbol o la danza, no son oficios; son pasiones. Tienes mucha suerte si te pagan por desempeñarlas. Y si, en alguna ocasión, logras que lo hagan, no significa que vayan a remunerarte siempre, ni mucho menos. Podríamos hablar de Chéjov, de Cervantes o del vivalavirgen de Faulkner. Decía Cortázar que “si un escritor está condenado a escribir, escribirá, a pesar del trabajo que le ofrezcan, pues siempre podrá sacarle partido a cualquier situación vital que se le presente". Así que no se queje, señora Etxeberría. Tiene suerte de vivir en un tiempo en el que cualquiera, con un ordenador y una conexión de internet, puede leer lo que usted escribe. E incluso gustarle y, gratuitamente, agradecérselo.

Tenga cuidado, eso sí, con los niños. Yo a los míos ya les he quitado la tarjeta de crédito. Por si acaso.

PD.- Como éste me parece poco regalo, recomiendo que si Lucía Etxeberría o cualquier otro aprecia a alguien y, además, éste (o esta) es un loco entusiasta del slot (del Scalextric, vaya) se le haga el siguiente regalo:



Es el Cheetah de MRRC. Una auténtica preciosidad. Espero, por mi bien, que mi mujer lea a escondidas mi blog (je,je). Y, si no, a esperar las rebajas de enero.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Jugar para que no te olviden ...

Hoy, escuché en televisión (porque solo la escucho, entre el voy y el vengo) que Sócrates, el gran Sócrates, ha muerto. Entre los que no saben nada de fútbol, un 80 por 100 (espero) habrá pensado que Sócrates era un personaje histórico muy antiguo y que, por tanto, debería estar criando malvas desde hace mucho, mucho tiempo. Un 10 por 100, además, habrá recordado que era un pensador griego y que fue condenado a morir envenenado, sin saber el motivo. Otro 7 por 100 más, en un alarde de conocimientos, significará que el veneno que ingirió el fulano no era otro que la cicuta. Y un último 3 por 100, la "élite", sabrá que la pena de muerte del filósofo, oficialmente, estuvo motivada en su negación de la existencia de los dioses olímpicos.

Si te gusta (aunque sea un poco, como a mí) el fútbol, tienes alguna peregrina idea sobre filosofía o historia y, para más inri, albergas el defecto de memorizar detalles estúpidos que el resto de la humanidad ha logrado olvidar, también recordarás que Sócrates, el que hoy ha protagonizado los obituarios matutinos, fue un futbolista brasileño. Un artista del balón.

Uno que, insisto, no sabe nada de futbol (el buen manejo del balón y la inteligencia táctica, una gran constitución atlética y el carácter ganador, han sido virtudes de las que he carecido desde mi más tierna infancia), ni siquiera sabe leer partidos. Uno, que soy yo, es obvio, es incapaz de percatarse de cuando un equipo pasa del 4-4-3 al 3-5-2, ni cuando un jugador promete, ni siquiera cuando un partido ha sido bueno. Uno, que es más blaugrana que el Camp Nou, lo es porque sí, sin más, porque había un futbolista flacucho llamado Cruyff que nunca le salía en los sobres de estampas, porque un jugador alopécico y bigotón llamado Ramón María Calderé tenía todo el pundonor que él quisiera desear, porque un himno cantado por Serrat es aún capaz, y siempre lo será, de hacerle llorar de emoción. No me gusta el fútbol, suelo decir. M' agrada el Barça. Sin más.

Mi patética confesión puede hacerme ir más allá: yo, como ilusorio y visionario mandamás culé, hubiera vendido sin reparos a Xavi, cuando era un crío y, se decía, no llegaba a la suela de las botas de Guardiola. Yo, cuando ví jugar a Messi, vaticiné que no sería mejor que Ronaldinho, al que siempre puse en un altar. Sí. Yo también pensé que Pep duraría media temporada, como mucho. Y que lo de la firma de Figo por el Madrid era un bulo de la prensa mandrileña.

Un portento, vaya.

Hagamos un flashback.
Tenía yo 16 años. Era un crío con pocos amigos. Me gustaba mucho leer, jugar (aún lo hago, no lo crean) y, generalmente, no era lo que puede tomarse como un tío enrollao. Era un plasta. Un freakie. Y, sí, un acomplejado.

Afortunadamente, a veces los demás chavales me hacían un hueco. Tal vez por lástima, quiero creer. Y una tarde de verano nos fuimos andando, todos, hasta el campo de los padres de uno de ellos. El campo, porque aquello era una casita de aperos, rodeado de matorrales, montones de arena y herramientas por doquier. Sacaron el televisor al porche. Un televisor a color, los tiempos ya estaban cambiando. Vicentín, el gordo (ahora está mucho más delgado y es jardinero) era el anfitrión. Había comenzado el mundial de México. Era el estío de 1986. Jugaba España contra Brasil. Sí; fue el partido el gol invisible del Míchel. El partido en el que la selección carioca nos ganó por la mínima. ¿Y quién marcó el único gol del partido? Sócrates.

Sócrates, el barbudo. Sócrates, el médico. Sócrates, el largirucho con los pies minúsculos que tiraba los penalties de espaldas, golpeando el balón con el talón de Aquiles. ¡Con el dichoso talón! Y ahí me había dado. Yo, que era un bicho raro por haber leído La Ilíada y La Odisea sin apenas pestañear, no pude más que sentirme fascinado ante ese futbolísta con pinta de revolucionario y porte desgarbado. Como me sucedió con Magic Johnson. Y con Larry Bird. Y con Kareem Abdul-Jabbar. Y con el mismísimo Ralph Sampson.

Hoy, repito, me entero de que, por una razón u otra, el héroe ha muerto. Y, en un artículo que leo en El País, le atribuyen la frase de la que he extraído el título de esta entrada: "No hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden". Y me he acordado de Iniesta y de su gol-orgasmo en Sudáfrica. Y de la primera copa de Europa del Barça, que no pude ver. Y de la segunda (¡la primera en formato champions, frente al Arsenal!) que me hizo llorar como un niño. Y del gol de Torres, del de Antonio Maceda frente a la Alemania de Schumacher, de Sabonis y Petrovic enzarzados en una lucha de titanes. De Superepi, portando la llama hasta la fecha que encendería el pebetero olímpico.

La profecía decía que Aquiles pudo elegir entre una vida larga pero aburrida y otra corta, pero gloriosa. Sócrates, el filósofo-socialista, el pediatra que fue elegido mejor futbolista sudamericano de 1983, es hijo de la ninfa Tetis, como el mismísimo héroe de los pies ligeros.