lunes, 13 de octubre de 2008

El obsequio inesperado

El sábado, en la noche, no era mi cumpleaños. Tampoco celebrábamos, la hembra a la que pertenezco y yo, nada especial. Nada, por supuesto, que justificara el recibimiento de un obsequio. Vinieron a cenar a casa dos amigos, dos extraños, cuatro oídos excepcionales. Ella, artista, se apellida Rivalta. Dibujante, pintora y, si la tientas, escultora, tiene la certidumbre absoluta de un maestro sufí; la admiro, la quiero y (aún desconozco el motivo) me estima. Él, Blay, es un magnífico escritor sin obra, un viajero sin mochila ni hoja de ruta que hace y enseña camino; un hermano con la sangre más noble que la que jaranea por mis venas. Me trajeron (insistió él) un regalo. Un hermoso regalo: una película brillante, una propuesta irrechazable, el paradigma que mi rudimentario intelecto, sediento de nuevas ideas, ansiaba que le propusieran: The man from Earth, de Richard Schenkman, basada en el último guión de Jerome Bixby. Realizar una crítica de este extraordinario divertimento sería, considero, destrozar las expectativas de aquellos que desconocen el film, leen estas palabras y consideran verlo. Solo diré que muy pocas ficciones me han hecho disfrutar como ésta. Con permiso, naturalmente, de Hesse, Tolkien, Ford o Tornatore.
Salud y a disfrutarla.

jueves, 9 de octubre de 2008

Algo de sí mismo

La tarde, aquí, se deshoja tranquila, lluviosa, otoñal. La mañana, encapotada, transcurrió junto a las olas espoleadas por el viento, bajo las sufridas palmeras, frente a un mar que, como horizonte, se partía en tres bandas de rugientes tonos de verde, más hermosos que los que pudieran regalarse a cualquiera bandera tricolor. Desenredando en el blog de Juan Cruz, cronista de su propia existencia, he descubierto un poema de Rudyard Kipling que no conocía, pero que otros niños que fueron (como lo fui yo o quién esto mismo lee) conocieron desde bien temprano. Aunque parezca tarde, merece aprehenderse para siempre. Su título original es If (Si en castellano). Y me gustaría, como otros que ya he transcrito, compartirlo con quienes desperdician su tiempo conmigo:

SI

Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor todos la pierden y te echan la culpa;

si puedes confiar en ti mismo cuando los demás dudan de ti, pero al mismo tiempo tienes en cuenta su duda;

si puedes esperar y no cansarte de la espera, o siendo engañado por los que te rodean, no pagar con mentiras, o siendo odiado no dar cabida al odio, y no obstante no parecer demasiado bueno, ni hablar con demasiada sabiduría…

Si puedes soñar y no dejar que los sueños te dominen;

si puedes pensar y no hacer de los pensamientos tu objetivo;

si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso y tratar a estos dos impostores de la misma manera;

si puedes soportar oír la verdad que has dicho tergiversada por bribones para hacer una trampa para los necios, o contemplar destrozadas las cosas a las que habías dedicado tu vida y agacharte y reconstruirlas con las herramientas desgastadas…


Si puedes hacer un hato con todos tus triunfos y arriesgarlo todo de una vez a una sola carta, y perder, y comenzar de nuevo por el principio y no dejar de escapar nunca una palabra sobre tu pérdida;

y si puedes obligar a tu corazón, a tus nervios y a tus músculos a servirte en tu camino mucho después de que hayan perdido su fuerza, excepto la voluntad que les dice ¡continuad!

Si puedes hablar con la multitud y perseverar en la virtud o caminar entre reyes y no cambiar tu manera de ser;

si ni los enemigos ni los buenos amigos pueden dañarte, si todos los hombres cuentan contigo pero ninguno demasiado;

si puedes emplear el inexorable minuto recorriendo una distancia que valga los sesenta segundos, tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella, y lo que es más, serás un hombre, hijo mío.

lunes, 6 de octubre de 2008

Un hermoso poema de Manuel Padorno ...


LA CONSTRUCCIÓN


Mi casa construida con el agua,
líquido cimentado que, entremedias
deja pasar un río desde siempre.
Una ventana da a la parte baja,
otra a la parte alta y otras, antes,
a las partes que dan a la barranca.
También algunas de ellas, por su cuenta
dan a copas salvajes, y otras tantas
dan a la carretera que pasaba.
Abrí también un muro para ver
la colina de enfrente, y otro y otra
para mirar encima, en la distancia
la larga cordillera de la nieve.
Según se entra va, abriéndose despacio
la sala enorme y flota, (allí recibo
las visitas, dejadas del caballo),
sentándonos después, por cortesía
alrededor de fuegos invernales,
con los pies los veranos en el agua.
Ofrezco té primero; luego vamos
a los máximos vinos inconscientes.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La primera, en la frente

Inicio, con este texto, una serie de breves relatos narrados (y vividos) por un personaje al que di forma hace algunos años. Responde por el apodo de Salpicón. Espero que os gusten.


Según acabo de leer en el dorso del sobre de azúcar que está junto a mi taza, Picasso dijo una vez que cuando le insinuaban que era demasiado viejo para hacer una cosa, procuraba hacerla enseguida.

No sé mucho del tal Picasso, la verdad; no he sido, ni seré, un tipo estudiado. Pero lo que sí sé son dos cosas: la primera, que el fulano que soltó esa frase debía andar algo achacoso, como voy yo. La segunda, que la calle donde compré mi pisito se llama como él, Picasso. Valiente coincidencia, ya ven ustedes.

Acabo de un sorbo mi belmonte y me levanto. Son las ocho y media. Saludo a Sento que, como cada día, me recuerda que no le he pagado la consumición. No puedo más que reírme y pedirle que me la apunte. La confianza, pensará, empieza a dar asco.

Salgo a la calle. La oficina del recaudador ya está abierta. Entro, sin más; no hay nadie haciendo cola, como la última vez que vine. Un señor, al oírme, sale del rincón donde debe estar la cafetera. Tiene una jeta de sueño que asusta.

- Buenos días. ¿Qué quería?

Lo miro. Detrás de él, en otra mesa, su compañera mira algo en la pantalla de uno de esos cacharros que lo están invadiendo todo. Con desgana, le respondo.

- ¿Está la señorita Maribel?

El tío no es simpático, ni pretende parecerlo.

- Hoy no. Mañana sí. ¿Puedo ayudarle yo?

La chica del ordenador me mira.

- Este señor ya ha estado aquí antes. La semana pasada, me parece, y, sí, lo atendió Maribel. Tenía un problema con el nombre de la calle que le aparecía en el recibo de la basura. Aparecía como Nueva en lugar de Picasso, o algo así …

La mujer, al dirigirse a mí, levanta más la voz. Desde luego, debe estar convencida de que, solo por ser viejo, no oigo un pimiento.

- Mi compañera ya le dijo lo que tenía que hacer. Para que en su recibo aparezca el nombre correcto de la calle debe reclamar en el ayuntamiento, que es quién tiene la gestión de la tasa. ¿Me entiende?

- Entenderla la entiendo, señora –le contesto-. Y oírla, agradezco su esfuerzo, pero también. Pero yo lo que quiero es hablar con la señorita Maribel.

Los dos empleados no aciertan a disimular su extrañeza.

- ¿Es usted un familiar o algo así?

Se me ríe el alma, o las tripas, ya no sé. Abro mucho los ojos, pues quiero darle a lo que voy a decir la solemnidad que se merece. Tomo aire y lo suelto.

- Voy a pedirle que se case conmigo.

Pasan unos segundos. El que debe ser el jefe de la oficina, al escuchar lo que he soltado, sale de su despacho con cara de incrédulo. La chillona, tras intercambiar su mirada con la de él, deja escapar la primera carcajada y, enseguida, contagia a los demás. Cada uno a su manera, los tres ríen. Sin reservas, con malicia, todos se mofan de mí. Me mantengo tieso, con la sonrisa puesta y las manos enlazadas tras la espalda. Les dejo que se diviertan, que acaben y se limpien las lágrimas de las caras. Tras de mí, aparece otro señor con una carpeta azul en la mano.

- Serenidad, por favor, serenidad. Venga; volvamos al trabajo, que hay mucho por hacer – recomienda el superior a sus subordinados, tanteándose con la mano derecha la mandíbula.

Tomo aliento. Doy un paso atrás. Me puede el orgullo.

- Mi nombre es Braulio. Aquí, en el pueblo, los pocos que saben de mí me llaman Malaca. Pero, cuando me conocen de veras, respondo por Salpicón. Tengo setenta y dos años, tres hernias discales y la fuerza de un toro. Y siempre, siempre, me salgo con la mía.

Doy media vuelta y salgo a la calle. La plaza, a esta hora, está llena de mujeres que van a la compra, de viejos que salen a tomar el aire de la mañana. El sol, pese a ser temprano, calienta con bravura. Es un día estupendo para sentarse a la sombra y dejar pasar la vida ...

Antonio J. López. Octubre de 2008.