lunes, 14 de mayo de 2012

Coches que tuve y no olvido ... (3)

El siguiente coche tras el R-7 no era mío ... aunque era casi de mi propiedad. Ya sé que empiezo a parecer al abuelo Cebolleta (by Vázquez, por supuesto) pero he de remontarme a la mili. A mi servicio militar. Lo hice algo tarde (a los veintidós o veintitres), en Marines (un pueblecito valenciano del que jamás había oído hablar) y me mantuvo "ocupado" durante nueve largos meses (creo recordar que mi reemplazo fue el segundo que cumplía menos de un año).

Mi comienzo fue catastrófico. El sargento primero Lerín (con tal apellido, no podía más que ser un tipo entrañable) seleccionó a los conductores de mi grupo, es decir, a los que harían el cursillo de camiones. La prueba, muy básica, consistía en conducir por la base un vehículo militar (no recuerdo qué marca y modelo era). Como yo, de por sí, siempre he sido bastante nervioso (y los pedales de embrague y de freno, enormes y cuadrados, me parecían un solo pedal) no pude más que frenar cuando quería meter tercera y rascar la marcha cuando pensaba parar. Aquel buen hombre no me dijo nada (con la mirada ya lo había dicho todo) y, claro, me quedé sin el puñetero cursillo.

No me fastidió porque me lo hubiera planteado como meta. Lo hizo porque, y aquella ocasión no fue una excepción, tengo el don de defraudar a los demás (y a mí mismo, claro) en los momentos cruciales. El caso es que quedé relegado a la oficina, donde mis dotes para tramitar, gestionar y no levantar la vista del PC fueron convenientemente valorados. No lo pasé mal, no. El sargento primero que me tocó, un tipo adscrito a Transmisiones con gafas de culo de vaso y una locuacidad cultivada en la bronca y el alarido, se reveló como una jefe competente y una gran persona (rara avis, por cierto). Gracias a él, rebautizado como Mortadelo, me gané algunos de esos galones que no se ven pero que todo el mundo sabe que tienes y, poco a poco, me fui olvidando del parque móvil. Solo veía algún vehículo militar cuando me tocaba guardia (solo hice tres, y dos fueron de conductor, con una vieja Dodge de la segunda guerra mundial que algún general lumbreras compraría a precio de saldo a los americanos) y cuando íbamos de maniobras (algo que se hacía en mi unidad bastante a menudo). Un buen día, en los preparativos de unos ejercicios que íbamos a realizar en Ciudad Real junto al ejército alemán, mi humilde persona (que, además de oficinista y distribuidor de servicios, era operador de AN/TRC-145, una unidad de radio táctica de gran capacidad) fui nominado por el entrañable Lerín (colerín, colerado, este cuento se ha acabado) para llevar uno de los vehículos del convoy. Y me asignaron hasta licenciarme un enorme Land Rover verde oliva, de esos que tanto había admirado en mi infancia, ruidoso, despampanante y recién salido del taller de chapa y pintura. Aún recuerdo adentrarme con él por caminos imposibles (bendita reductora) y, cómo no, el acojanado gesto del sargento Bascuñana, el bigotes que a mi lado, agarrado al sillón hasta con los dientes, maldecía mi estampa cada vez que me lanzaba por aquellas pistas. 

Creo que era un Land Rover Santana 109. Parecido a éste:



En ésta no está tan favorecido:


Seguro que todavía está en algún garaje de la base militar de Marines. Seguro que todavía hay alguien que, cuando va por allí, lo mira y piensa que allí, olvidado entre polvo y herrumbre, aún merece que le reparen la transmisión y le den una manita de pintura. Seguro que aquel mastodonte de hierro se llevó algunos de los mejores momentos que he vivido con un volante en las manos. Y seguro que Lerín, que por entonces tendría la edad que tengo yo ahora, ya está jubilado. ¡Bien corto es el camino, maldita sea!



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