martes, 6 de marzo de 2012

El fin del invierno

¿Recuerdas el verano?

Siempre, cuando han apretado los calores, me he jactado de que prefiero infinitamente el frío al calor. En ocasiones, incluso algún testigo ha podido escucharlo. Debe ser como un mantra, o tal vez sea una de esas frases estúpidas que, queriendo o sin querer, escuchamos y asimilamos minuciosamente hasta hacerlas nuestras, hasta que salen al paso por sí solas, cuando la ocasión lo requiere. ¡Qué desagradable es salir de la ducha y ponerse a sudar de nuevo! ¡Qué terrible es atrincherarse en casa o en el trabajo, al amparo del aparato del aire acondicionado, esperando a que llegue el ocaso y la fresca, tal que un triste hematófago de inmaculada tez y colmillos afilados!

Llegado marzo, tras padecer dos (¿o han sido más?) olas de frío siberiano, he de confesar que sí, que estoy deseando que el buen tiempo se instale en nuestras vidas. Si, con la llegada de la primavera, lloviera durante un par de semanas (sin estridencias ni abusos, como acostumbra a suceder en mi tierra), los melocotones, los pantanos y los alérgicos al polen (como yo) lo agradecieran a voz en grito. Estoy deseando que lleguen los helados, la playa, las vacaciones y las chanclas, los escotes (¡benditos sean!) y los mojitos. A pesar de tijeretazos gubernamentales, tal vez por causa del pésimo ambiente que se respira por las calles, quizá para remediar la desesperanza que la gente, mucha gente, te transmite al contarte sus problemas. Parece que, con sol, los problemas son menos. La Merkel se atragantará de teutónica envidia al comparar su figura con la de la cuarentona Schiffer en Mallorca. Sarkozy se olvidará de mangonear y avasallar, pues andará encendidito trás su fulgurante señora, que luce aún más jamona en el estío. Y los buitres, ésos que viven infinitamente mejor que tú y que yo porque engordan sus cuentas con tu esfuerzo y el mio, andarán ganduleando en alguna isla idílica, idolatrando a las unidades que lucen a la izquierda de una fila de ceros en sus cuentas. El verano, ya digo, parece que se acerca.


Últimas noticias, amigos. Parece que no. Que este año no habrá calor. El invierno, un invierno infinitamente más crudo que el que estamos a punto de cruzar, se cierne sobre nuestras almas. Permaneced atentos. Comienza el próximo 1 de abril. Y estoy deseando que llegue.

lunes, 5 de marzo de 2012

El infiel

¿Alguna vez han engañado a su pareja?

Yo, he de reconocerlo, sí. 

No. Que no se me malinterprete. Yo no soy de esos, ja, ja. Bonita frase, dicho sea de paso. Como, por ejemplo, aquella de "Yo no soy así", o "Soy distinto a los demás" o la desgastada "Jamás haría algo así". 

Tengo un amigo (de los que se toman por buenos, es decir, un cabronazo) que, un buen día, tras dejar en el aire sus supuestas infidelidades, me dijo que una frase "comodín" de ese tipo debe utilizarse en presencia de la parienta con absoluta naturalidad y vehemencia. Pero, y en ese punto me dirigió un mirada pendenciera, también añadió que quién se jacta públicamente de ser incapaz de engañar a su pareja miente. Es un embustero, sin más discusión. Y no admite que se le contradiga. Como si de un problema matemático se tratara, el asunto no ofrece, según este tipo, otra solución. Y, todo hay que decirlo, al mentar la palabra "miente" noté (tendría que ser tonto para no darme cuenta) que mi amigo la dedicaba a mi humilde (y mentirosa) persona. Sabía, el muy ladino, que yo había estado a punto de soltar una de esas frases tópicas. Y él, antes de llegar a ese punto de no retorno, quiso dejar bien claro que no estaba dispuesto a dejarse tomar el pelo. Lo que yo decía, un pedazo de cabrón ...

En fin. A lo que iba: yo no soy así, repito. No soy de esa clase de tipos que engañan a sus mujeres. Pero, ay, tras veintimuchos años de absoluta fidelidad no he podido evitarlo. Y no una vez, no. Varias veces. Ha ocurrido así, sin más. Todo iba bien: estamos juntos desde la adolescencia, jamás hemos dado pie (por mi parte, al menos) a que alguien más allá de  nuestros hijos se interpusiera en nuestra relación .... y sucedió. Debe ser la crisis de los cuarenta, la maldita madurez de la que tanto nos advertía el cine, la literatura o nuestra abuela, que hace que no temas asumir riesgos, que inhibe la vergüenza o la timidez y te arrastra (¡sí, te arrastra!) hasta una espiral de lujuria, deseo y autocomplacencia. No soy el único, ya lo sé. Como yo, cientos. Quizá miles. En este punto de mi vida, llámenme ciego si quieren, pero no estoy dispuesto a renunciar a lo que tan apasionadamente me ha hecho rescatar el furor juvenil. Tampoco quiero, ni espero, perder el cariño, el calor, la comprensión de aquella que ha estado conmigo tantos años, de la esposa que me ha soportado, esperado y consolado. Soy un monstruo, ya lo veis. Pero, insisto, no soy el único.

He aquí mi último capricho:


Como para perder la cabeza, ¿verdad?

Mi mujer, evidentemente, no sabe que lo he comprado. Ignora que lo he estoy esperando. Mira que le dije que no necesitaba más coches, mira que siempre me ha prohibido gastarme la pasta a sus espaldas. Pero ahí está: el Lotus Cosworth 49 de 1968 conducido por Jim Clark. Una maravilla.
Se me acaba de ocurrir una idea: ¿Y si organizara un ménage a trois?


Sin duda, debo ser una especie de pervertido.






viernes, 2 de marzo de 2012

Querencias





Si alguien me preguntara si soy patriota, en el sentido que suele tenerse de dicho concepto, encontraría una negativa por respuesta. Sin embargo, amo la tierra en la que vivo. Me gusta haber nacido en este rincón del mundo, malhablar (y malescribir, como puede observarse) el idioma que he aprehendido (de aprehender, como se decía antes) y, como muchos y muchas que conozco, sentir que uno es el producto de la mezcla, a lo largo de centenares de años, de fenicios, griegos, sefardíes, árabes, norteafricanos, godos, visigodos y vikingos, indoeuropeos, japoneses (por Sevilla, parece) y, si se quiere, de todo fulano o fulana que, venido de lejos en pos de fortuna, acabó dejando sus huesos en esta esquina del Mediterráneo. Me es, sin embargo, imposible visualizar a toda esa gente ahí, mirándome desde una improbable eternidad bajo una enorme bandera al viento. Con esa imagen en la cabeza, me viene a la memoria aquella cancioncilla de El Último de la Fila, "Mi patria en mis zapatos". Vestigios del reaccionario que pude ser. O del pragmático que acabé siendo. Yo que sé.

Dicho esto, siempre he sentido aprecio hacia otras naciones, culturas o entenderes. Como tantos otros, claro. Y, especialmente, hacía Francia, Grecia e Italia. Lo de Francia, supongo, no se entenderá mucho (es tiempo de guiñoles y resentimientos, claro) pero, personalmente, le debo mucho: "Les enfants du Marais", Antoine de Saint-Exupery, Françoise Hardy y "La Bohème". Los Dumas, Aznavour, Moustaki ... la lista es interminable.

En cuanto a Grecia, hoy en el punto de mira de los infames carroñeros, le debo la "Odisea". Ahí es nada. Y la "Ilíada", que no es moco de pavo. Y a la Callas, la Divina, aunque no naciera en la Hélade. Sin la mitología helena, por cierto, mis humildes sueños no hubieran encontrado el cobijo de escenarios tan sublimes.

Y, al fin, Italia. La bella, voluptuosa, putana Italia me regaló a Ornella Muti, a la Scuderia de Enzo Ferrari, el paraíso de la Toscana y la levedad de "Volare". También al gran Celentano, al indómito Battiato y (mis respetos, maestro) al boloñés Lucio Dalla. Su "Caruso" lo escuché con apenas quince años, antes (creo) de oír la versión del inolvidable Pavarotti, gracias a un conocido que había vivido en Suiza y que tenía un montón de discos de vinilo maravillosos. Redescubrirla, hoy, me vuelve a emocionar. Enterarme de la muerte del pequeño maestro, ayer, de vuelta a casa, en el coche y de noche, me estremeció. Tal vez, me consuelo, ya esté en el lugar del que hablaba al principio observándonos, perdido entre la multitud,  del lado de un viejo sabio cretense y muy cerca de una hermosa princesa nazarí, enterneciéndose con las cuitas y miserias de los mortales. Y, a buen seguro, sin el amparo de ninguna bandera.