viernes, 26 de octubre de 2012

Stymie y Saṃsāra

Cerdán de Taboada y Lustrillo ignoraba que era, o se suponía que pretendía ser, la reencarnación. Mucho menos, claro está, qué carajo era el samsara. Cerdán, único vástago del último eslabón de una respetable estirpe de juristas gallegos, no era un tipo cultivado, ni curioso, ni mucho menos ingenioso. Él, perfecto petimetre, bravucón estirado de bigotillo atildado, odiaba leer tanto como mantener una conversación interesante. Despreciaba los menesteres del cavilar tanto como la memoria de su fenecido padre, reputado  aunque arruinado penalista, por lo que de buena gana hubiera mandado prender fuego a los dos mil volúmenes que conformaban la única herencia que éste le dejó de no ser porque su tía y hermana del fallecido, viuda de un indiano pontevedrés de gran fortuna, le hubiera despojado ipso facto de toda posibilidad de heredarla. Cerdán desempeñaba, con mínima inteligencia, el perfecto papel del amantísimo sobrino que toda anciana sin hijos adora, y malgastaba la asignación semanal que de ella recibía como si el mundo, ay, fuera a acabarse en ese mismo año 1906. 

Era lunes, aquella mañana de septiembre. Cerdán portaba una elegante chaqueta Norfolk, pantalones bombachos y una invitación de su amigo Francisco Goñi, fotógrafo y retratista a sueldo de S.A.R. Alfonso XIII, para acompañar al jovencísimo monarca a practicar una excentricidad que los británicos llamaban golf. Ni qué decir tiene que Cerdán nada sabía de tal juego. Tampoco conocía de antes al rey. El fotógrafo pasaría a recogerlo en la Plaza de Cibeles con un carruaje automóvil que le habían prestado. A las diez en punto. Presumir de montar en un coche motorizado y, además, disfrutar de la compañía del Rey de España eran cosas, pensó Cerdán, que harían de aquel lunes un día memorable.

Sucedió muy rápido. Cerdán de Taboada y Lustrillo cayó fulminado en el centro de la calle Alcalá. Los transeúntes, al verlo, se le acercaron. Las ruedas de las calesas y las carretas, y las pezuñas de las bestias y de los peatones iban y venían en su derrededor. Pero Cerdán ya no las veía. Lo que sí contemplaba era la cara iluminada de Pauline Chase  al representar por vez primera Peter Pan, aún cuando él jamás había estado en Londres. Luego descubrió la hermosa boca de la princesa Nausicaa, la de ojos y pelo negros, que venía a lavar su ajuar al río. Y al buscar el reflejo de sus morenos senos en las aguas, al pretender prender su lujuría, fluyeron peces, corrientes y vidas, y Cerdán olvidó su nombre, su condición y su obra, y volvió a sumergirse en lo más profundo del samsara.

El rey Alfonso, tras conocer la noticia del óbito, jugó al golf al mediodía, tal como había previsto. Sucedió en un green improvisado, en tierras del Duque de Alba. Al final del juego, la bola del afligido Francisco Goñi estaba en línea con el hoyo anteponiéndose con una ventaja de un palmo a la del monarca. Como le correspondía a éste lanzar, tuvo la maldad de deducir que, aún tratando de sortearla, acabaría por empujar la bola del rival hasta el hoyo. Así que, ni corto ni perezoso, maldijo la regla del stymie y lanzó la bola de Goñi a los matorrales.  

-¡Es lo bueno de ser rey! - dejó caer socarrón.

Mas cuando, mucho tiempo después, llegó su muerte, no pudo hacer hacer lo mismo con el samsara.