martes, 2 de noviembre de 2010

Cuatro dudas razonables acerca de la idea de que la raza humana desciende del simio

Éste, que parece un título lo bastante estúpido como para publicar algo pretenciosamente mordaz en esta era sin cercas que es "interné", ha sido producto de un riguroso training day sufrido por mis dos únicas pero delirantes neuronas, que sobreviven (de puro milagro) frente a la contínua contaminación de sandeces, incoherencias y bebidas espirituosas a la que, periódicamente, suelo someterlas. Que conste en acta que tal actividad, por cruenta y deleznable, pudiera estar reprobada (y perseguida) por la Declaración Universal de Derechos Psicotransmisores. Pese a ello, no debemos perder de vista la perspectiva del caso: estamos hablando, repito, de mi única, grasienta y fondona pareja de neuronas. Tiene, no solo el derecho, sino la natural obligación de ponerse a la cola de las cosas que deben extinguirse.

Puestos a desarrollar el citado título, y sin muchas ganas de profundizar, ahí van mis brillantes elucubraciones.

Primera duda razonable: Si el hombre viene del mono, como teorizaba aquel fulano al que llamaban Darwin ... ¿El mono de quién procede? ¿De la abeja nubia o del gorilla beringei?

Segunda duda razonable: Si el hombre es el último eslabón en la evolución de las especies ... ¿cuál fue el primero? ¿Un organismo monocelular o la rama de la canela?

Tercera duda razonable: ¿Cuál debería ser el propósito final de esa presunta cadena evolutiva? ¿Progresar hacia el sujeto perfecto, es decir, armoniosamente depilado, voluptuosamente siliconado y con una capacidad mental lo suficientemente ágil como para que se permita sobrevivir desahogadamente sin mover un solo dedo?

Cuarta duda razonable: Si cada día en el mundo mueren 22.000 niños por causas perfectamente evitables ... ¿podemos afirmar que no se adaptan al medio y que, por ello, son víctimas de la selección natural? 

Ante tanta duda, tengo clara una asertación: tanto el hombre como la mujer, el ser humano en suma, no pertenecen al mundo natural, no conforman una especie como las demás, no parecen el resultado de sucesivas transmutaciones de otros seres que le precedieron. En mi humilde opinión, la raza homínida es divina, es descendiente de otros seres superiores, hiperdesarrollados y hedonistas, tal vez instalados en la luna llamada Ganímedes o en la cinematográfica Puerta de Tannhäuser. Si no fuera así, ¿cómo existirían seres superiores como éste que os muestro en la foto? 


jueves, 28 de octubre de 2010

... Y otra de arena.



Mi retorno, muy esperado por el gran público (es coña, naturalmente), me ha pillado totalmente desprevenido. Me explico: hasta hoy, no me había planteado volver a dedicarle un solo golpe de tecla a este puñetero blog. Incluso sopesé en alguna ocasión la idea de cargármelo y ya está. Bastante tengo ya con agotar mis menguados recursos neuronales pretendiendo escribir una obra maestra que soy incapaz de manufacturar (de momento, Vargas Llosa ya ha me vencido en mi carrera hacia el Nobel) y, de paso, sostener esa chorrada malparida que puede visitarse en mi otro blog, andrewloverboobs.blogspot.com (entiéndase: tengo que recurrir a la autopromoción, pues no hay forma de que se lea, narices). Entonces, leí en la prensa (digital, claro) lo de la nueva novela del Millás. Y claro: el diablillo bigotudo que corroe mi alma de buen samaritano, ése que se subleva y me hace sentir (y escribir) cosas que nunca me atrevería a decir, clamó venganza y requirió de mis oscuros servicios. Y aquí lo tengo otra vez, colgado del lóbulo de mi oreja izquierda (como diría Asimov, que no Millás), aunque, contrariamente a lo esperado, me pida que alabe a alguien. Mira que soy raro, ya lo sé. Pero esto es lo que hay.

En esta ocasión, me gustaría hablar (y bien) de Mariscal. Javier Mariscal. En febrero cumplirá sesenta y un años, pero, al escucharlo, parece que tenga nueve. Es tremendo. Recomiendo encarecidamente que en una de esos sitios donde se recopilan videos (Youtube, por ejemplo) o audios (Ivoox, sin ir más lejos) os regocijeís con cualquiera de las entrevistas que ha sufrido (o, en alguna ocasión, disfrutado). Puede que el tipo sea un actor de primera, puede que tenga a todo el mundo engañado, pero a mi humilde persona, a este aprendiz de literatero, le complace escucharlo como si se tratara de un genio, de un mago visionario, de un ente abstracto que juega y se divierte con cosas que a mí me resultan intangibles. Mariscal sigue siendo la sombra del polémico Cobi, el mismo que compara un mueble con una puta de escaparate, ése que ha sido disléxico durante casi toda su vida sin saberlo y se muestra desgarradoramente humilde. Es un tipo de andar por casa, con zapatillas invisibles y balbuceos de tímido patológico. Es diseñador de habitaciones de hotel, está tan enamorado de Julia Otero como pueda estarlo yo y, si se le pregunta por la repercusión del conjunto de su obra en el mundo del arte y el diseño, es capaz de confesarte que su trabajo es una mierda. Y, a su modo, es verdad. Es pura mierda. Cree que los demás son mejores por el solo hecho de no ser él. Para mí, y para otros, sin embargo, su trabajo es asombroso. Podrá gustar o no. Pero no puede decirse que pase desapercibido.

Para regalaros alguna de sus ocurrencias, reproduzco (o reinterpreto) sus críticas al urbanismo acometido en Valencia, su ciudad natal, sin importarle que la concejala de turno, en un acto público, tratara de sofocar el incendio:

"A pesar de que la ciudad me parece chula y de que me encanta ver los edificios y la luz, están presentes las animaladas de Calatrava y una especie de caos absoluto y bestial que cada vez se parece más al desastre de Madrid".

"No me parece positivo cómo se planteó el Museo de las Ciencias y el cacharro de Calatrava, aunque hay gente a la que le parece que a Valencia le faltaban estas animaladas, porque así salía en el mapa".

"Ya casi no existe el paseo de Valencia al mar, puesto que no han dejado nada".

"Según los votos, aquí la gente está emocionada con estas políticas, con echar cemento y con hacer autopistas".

"Igual aquí Calatrava es el arquitecto más guay del mundo, pero en otros pueblos no"

Pues eso. Un chalado maravilloso. Eso sí: que evite pasar por Alicante. Le daría un patatús.

martes, 26 de octubre de 2010

Hombrecillos ...


“Imagina un doble tuyo de tamaño microscópico que hiciera realidad tus deseos más inconfesables.

La única novela capaz de hacerte ver el mundo desde perspectivas asombrosas”.

Ésta es la sinopsis, y la premisa, desde la que arranca la nueva novela del archipremiado Juan José Millás, “Lo que sé de los hombrecillos”.

Antes de continuar, y para ser inequívocamente sincero con el lector, he de confesar que no me ha interesado jamás ninguna de las producciones (me niego a llamarlas novelas, en estos tiempos mercantilistas) de Millás. Algún que otro artículo sí le he leído, pero poco más. Introduciendo aún más mi dedo índice (y el anular, el meñique y hasta el pulgar) en tal llaga, me atrevo a revelar que no se me ha ocurrido comprar, rentar, descargar ni mucho menos leer nada de lo que ha escrito este, en mi opinión, autor sobrevalorado por la crítica. Ya sé, ya sé; cuánto menos, mis prejuicios contra este hombre deben ser descomunales para lanzar una sentencia de tal calibre. Pues sí. Lo son. Quién esto escribe es tan imbécil como para tal cosa, nobody is perfect. Pero es que este tipo gangoso, colaborador habitual de El País o Cadena Ser, de un talante pretenciosamente enternecedor, me cae rematadamente mal. No lo aguanto, vaya. Pagaría lo que no tengo por no toparme, en un medio escrito, audiovisual o incluso rural, con su jeta de intelectualillo pseudofamosete.

En fin.

Hay personas que, no sé cuál será la razón, me caen mal. Supongo que como a todo al mundo. Yo mismo, y por buenas razones, debo resultar insoportable para un cierto grupo de allegados (o puede que para una multitud, la hipocresía tiene esas cosas). Al igual que ocurre con la gente que te cae mal, el admirado porque sí, sin lógica ni razón alguna, te agrada aún a sabiendas de que, por ejemplo, sea un completo (y manifestado) sinvergüenza. Empatizas y punto. Tal vez por puras circunstancias bioquímicas, como apunta Eduard Punset. Puede que haya aborrecido a Millás por su ideario exhibicionista, por la pretenciosa ecuanimidad de sus opiniones o, lo más probable, porque trabaja y cobra lo que quiere, o al menos no puede quejarse en uno y otro aspecto.

A esa sinergia negativa, por desgracia (no me gusto cuando tengo entre ceja y ceja a alguien, solo me faltaría eso), he de sumar el hecho de que haya parido su última criatura: él mismo, disfrazado de profe de la Uni, tiene a una (que digo una, decenas) de réplicas diminutas que, deduzco le hacen más agradable la vida. Un divertimento, vaya, más que literatura de ésa que tanto le agrada a los críticos, la de frases yuxtapuestas y verbo de enjundia, que aburre, en la intimidad, a ovejas y carneros. Sintomáticamente, me acordé del fenecido Asimov, y de su denostable, pese a entrañable, Azazel. Azazel, sí. El que da nombre a mi blog. El demonio minúsculo y travieso que se encargaba, ficticiamente, de complicarle la existencia al gran Isaac.

Y, con una maliciosa sonrisa (puede ser que no me disguste tanto prejuzgar de esta manera a la gente) no pude más que pensar: ya tengo otro motivo para no tragar al Millás. Al protegido de los dioses. Al pagado de sí mismo.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Nausicaa cautiva


La mañana era soleada para ser enero y Brigo González vestía el traje de lana azul que tanto gustaba a Pilar con la vieja corbata a juego. El taxista le dejó junto al quiosco, Rambla Méndez Núñez esquina San José, y al entrar en el portal se movió con cuidado, pues lo andaban reformando y temió mancharse su abrigo nuevo. El viejo ascensor, al llegar al primero, le plantó frente a una puerta de roble joven, envilecido por un cartel que anunciaba la entrada al bufete de abogados.

Abrió una chica que le esperaba, y ésta sí acertó al ayudarle a tomar asiento y le rogó amablemente que aguardase unos minutos, pues su jefe venía de camino. Asomada desde el recuerdo, jamás reconocería la sombra de su antiguo estudio en aquella estancia hostil, rica en maderas nobles, decorada con suntuosidad: Alberto y su esposa la habían ampliado y redistribuido cuando, hacía unos meses, se quedaron en subasta pública con la vivienda contigua, la de su amigo Pere. Aún así, Brigo González todavía gustaba de pasar allí algunas horas, evocando desde su sillón olvidados pensamientos, irrealizables proyectos. El teléfono sonó y su nuera, que andaba por la Audiencia Provincial, ordenó a la nueva pasante que si el viejo se ponía pesado, lo metiera en un taxi con cualquier excusa.

Inquieto, miró a la muchacha y se paseó lentamente hacia uno de los despachos, el de su hijo. Junto a la mesa estaba la ventana, aquella desde la que se entreveía la Rambla, flanqueada por los mismos edificios mudos, cada día más infames; dos de ellos los pergeñó él mismo, en su mesa de dibujo. Brigo González repasó en su memoria el mejunje arquitectónico que vertebraba la ciudad, afectada por el brote endémico de la especulación inmobiliaria.

Tantos años trazando líneas anodinas alimentadas de hormigón, tanto tiempo incapaz de soñar un friso o de viajar y disfrutar la obra de Bruno Taut y era entonces, maestro en el gozo de pasear por las calles de otras ciudades, cuando tenía la certeza de que la arquitectura es un arte, no una profesión, y que le dolía no haber sabido disfrutarlo.

Entretanto y a su lado, la muchacha, como podría haber hecho cualquiera en circunstancias similares, parecía buscar algún papel imaginario y, de paso, evitar perder de vista a tan inoportuno visitante. Éste le sonrió y ella, sonrojada, dijo algo sobre un café y le dio la espalda. En ese instante, Brigo González tuvo un pálpito: en la melena de la joven, como en la de otras muchas, reconocía esa gracia con la que Eleni Arvanitopoulos mecía su pelo, como si esbozara ante sus ojos ondas tan trigueñas como inacabables. Y es que en el fondo, el viejo arquitecto era un poeta.

Apoyada sobre el escritorio de su jefe, taza en mano, la pasante escuchó a regañadientes la pequeña historia de La Greca, como la llamaban en el bar de Pere. Aquella jovenzuela, tomada por muda en el verano de su llegada, distraía su timidez aguantando sin zozobra los achuchones malintencionados de sus clientes, a los que evitaba hablar con su media lengua italiana, pues no quería rendirles más confianza. Los habituales de la cafetería la arropaban siempre con piropos, y más de uno se creyó deudor de sus ojos cuando le sonrió. Eleni llegó a pisar fuerte en su oficio, incluso dejó que alguno de aquellos españolitos la rondase y la gozase; eso sí, nada serio, pues su novio pronto vendría a buscarla desde Italia.

Y eso sucedió muy pronto, pese a la contrariedad de los escépticos: un mal día se presentó en el local donde trabajaba su amada y, dejando dos solos y un café con leche en la barra, se la llevó a Roma, seducida con la idea de administrar su propia trattoria.

Al joven arquitecto le dolió aquella huida tanto como para soportarla: como todos, fue cumpliendo años y un día, en la sala de espera del dentista, se dio de bruces con la cara del italiano, no tan tieso y grandilocuente como lo recordaba; uno de los rostros que aparecían en la portada del dominical era el suyo, no cabía duda, pero vencido por la vejez, carente del entusiasmo con el que un día se llevó a Eleni en volandas.

Brigo González leyó el reportaje y vio otras fotografías, tomadas durante la tertulia que mantuvo un olvidado periodista con los dos mitos del cine italiano Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni. Aquella charla, o al menos así él lo creyó, destapaba dos formas de asimilar una juventud tan reciente como perdida, alumbrada por los besos de las mujeres a las que amaron, por las caricias de aquellas que no fueron más que un capricho, por las sonrisas de aquellas otras que, inabordables, dieron esquinazo a sus deseos. Probablemente, a Vittorio y Marcello les unía mucho más el ansia por revolcarse con la mujer prohibida que muchos de los trabajos que hubieron de hacerles amigos. El resquemor propio entre conquistadores siempre pudo estar latente. Pero lo que más impresionó a Brigo González no fueron las palabras, sino la mirada del gran Gassman rendida a la muerte, ajena al recuerdo de la piel de Eleni Arvanitopoulos, de su sudor, de sus suspiros. A él sí, a Brigo González esas sensaciones todavía le mantenían con vida.

Finalizado el relato, la pasante, cariacontecida, decidió para sí que aquel era el mayor de los embustes que debió haber tramado ese viejo verde y, haciendo acopio de un arrojo tan inusual como reprochable, acompañó al anciano hacia la calle, disculpándose con la improbable aparición de su jefa. La mirada de Brigo González buscó con tristeza los ojos oscuros de la joven que le echaba con la misma crudeza con la que un día le dejó su amada.

- Estudiaste leyes, ¿verdad?. Entonces eres de letras, sabrás algo de arte. ¿Sabes que es el mudéjar? Uno de estos días pasaré a contarte lo que significa en árabe.

La puerta se cerró tras él y Brigo González, en la oscuridad de la escalera, tuvo por cierto no volver a sentir el olor a mar. Asombrado, no vaciló en dejarse derribar para perderse entre las callejuelas que algún día le llevarían hasta la Fontana de Trevi, donde el agua jugaría todavía con Eleni, mojada y eterna, envuelta en el indeleble blanco y negro de la nostalgia.


Antonio José López Rodríguez. Enero de 2001.