domingo, 13 de julio de 2008

Desde Nueva York, provincia de Granada ...


Reproduzco el artículo de opinión publicado este domingo por Elvira Lindo en El País. Perdón por no dar mi impresión sobre él, pero mis hijos me esperan en la terraza para continuar jugando ...


ELVIRA LINDO OPINIÓN ¡Juega una hora al día!

Aquí, en mi barrio, lejos del Manhattan turístico, pijo y cool, los vecinos dan un paseíllo nocturno y se sientan a la fresca. Hay imágenes que te devuelven a un mundo antiguo, como ver a Jimmy, un negro cincuentón, sentado a la puerta de uno de los pequeños edificios de la calle. Jimmy es el sereno y controla el mundo desde su silla de plástico. Un poco más allá, al calor de una tienda de licores, un grupo de cubanos viejos, vestidos como si estuvieran a punto de entrar en el Tropicana, se sientan en corro para discutir de Castro o de Pérez Prado. Cuando pasas delante de ellos te saludan llevándose la mano ligeramente al ala del sombrero. Una vez entras en Broadway, que en esta parte de la ciudad tiene un aire furiosamente popular, lleno de ferreterías y supermercados coreanos, ves a esas parejas entradas en años que desde tiempos inmemoriables, en España o en China, salen a dar su vueltecilla a esas horas en las que el calor no muerde. Aunque vayan vestidos como indios de la India o como el típico matrimonio judío, la actitud es siempre la misma: una especie de relajo vital, de paseo con su poco de charla y su mucho de ensoñación. Nos reíamos pensando que poco a poco nos iremos convirtiendo en una de esas parejas, rebajaremos el ritmo de nuestros pasos y entraremos en la edad más despreciada de esta isla, la vejez. Al neoyorquino joven y en la cresta de sus ambiciones le gustaría eliminar de la acera todas aquellas franjas de edad que caminan lento; mandar los viejos a Florida, los tullidos a Harlem, los niños a los suburbios. Por eso, nosotros, inevitablemente mediterráneos, contemplamos la otra noche con emoción a dos niños chinos que jugaban a las puertas de una lavandería con unos muñecos que parecían indios, animando su juego con los mismos sonidos de tebeo que hacían los niños antiguos. La escena nos recordó, y hablo en plural porque fue una noche de paseo y evocación, aquel libro de fotografías de Helen Levitt que, bajo el título En la calle. Dibujos de tiza y mensajes, recoge las imágenes que la neoyorquina tomó de los grafitis infantiles de 1938 a 1948: monigotes en los postes, corazones en las puertas, rayuelas en el suelo. Toda una poesía del pasado vista por los ojos de una mujer que intuyó que en esos trazos se escondía la fórmula de la fugacidad. Ya no hay niños en las calles. En muchas ciudades españolas, tampoco. En parte, por la inseguridad, pero también hay que agradecerle este fracaso a arquitectos, políticos, urbanistas, etcétera, que llevan años olvidando que parte esencial de la formación del niño está en la calle. Hay ciudades enteras que ya están echadas a perder; en Estados Unidos, casi todas. Y el modelo entusiasma, porque ahí está Pekín, destruyéndose a sí mismo para recibir a las visitas. Pero afirmar que este modelo de vida está condenado a fracasar por el insoportable gasto energético que supone y por la mierda de relaciones humanas que facilita, aún está mal visto. Con respecto a la vida de los niños, que están agilipollados de tanto estar en casa o en actividades extraescolares, hay voces de alarma. Débiles, pero significativas. El Ayuntamiento de Nueva York ha llenado la ciudad con carteles en los que se ve al genial monstruo Shrek diciendo: "¡Juega una hora al día!". ¿No es increíble? Hace menos de cincuenta años, las madres se desgañitaban llamando por la ventana a sus hijos para que subieran a cenar. En esa adicción a las pantallas no hay clases sociales, es más fácil que en la casa del pobre entre un ordenador que un libro. Así es. Pero muchos intelectuales, temerosos como siempre de ofrecer una imagen obsoleta, cantan las excelencias del ordenador, como en los cincuenta hicieron con el coche, sin permitir que se le ponga ninguna pega. Los políticos también se apuntan a la celebración. Esta semana, Rodríguez Ibarra, en este mismo periódico, hacía un canto a Internet; escribía en un tono tan arrebatado de "ese pozo sin fondo de sabiduría" que más bien parecía el discurso que el escritor local hace sobre su patria chica. Nos retaba, a padres y educadores, a no perder el tren informático. La pregunta es: ¿quién se lo está perdiendo? Afirmaba algo aún más singular: si los niños viven fuera de la escuela en un mundo digital, ¿por qué obligarles a un mundo obsoleto cuando están en ella?, ¿por qué la vieja pedagogía, decía, desprecia lo nuevo? Ay, ay, yo diría que lo nuevo ya es viejo, tan viejo que hay personas alarmadas por la cantidad de horas que un niño pasa frente al ordenador. Me atrevería a afirmar que el niño necesita algo más sencillo para entender el mundo: la voz humana del profesor; la necesidad de educar el sentido crítico, de expresarse, de buscar información en una biblioteca, de subrayar líneas de un libro, de escribir a mano, de leer en voz alta. Yo diría que, más que obsoleto, saber mirar a los ojos de un adulto que te instruye, en vez de a una pantalla, es algo revolucionario.


Las madres del mundo han dejado de llamar a sus hijos por la ventana. Ahora se asoman con precaución a ese cuarto donde el niño parece hipnotizado por ese pozo que, en sus manos, más que de sabiduría es de burricie. Y ya se sabe que los burros, si se rebotan, muerden.