jueves, 17 de mayo de 2012

Vaya racha ...

Sin palabras. Solo que existió un tiempo en que ella, Whitney, Earth Wind & Fire y MJ, lo llenaron todo de ritmo. Todo. Descansa en un verano sin fin, Donna.




miércoles, 16 de mayo de 2012

Perdóneme la ignorancia, Carlos Fuentes



Sí. Discúlpela. Soy un ser trastabillado y mentecato que no ha leído ni una sola de sus obras. Si la fortuna me hubiera parido mexicano y, además, me hubiera postulado como candidato a presidente de su nación (o incluso de su comunidad de vecinos) tal vez tendría que haberse visto en la obligación de declamar públicamente acerca de mi incultura. Y no se lo podría recriminar, caballero. De ninguna manera.

He leído un par de entrevistas que usted concedió a algún medio español. Son sus únicas palabras que conozco, se lo aseguro. Y, en este mojón del camino, estimo que ya es tarde para que mi intelecto beba en las fuentes de Fuentes. La supuesta gracia de la frase anterior deja bien a las claras el porqué: no tengo un espíritu elevado, ni tan solo gracioso. Más bien, debiera calificarlo como soez y previsible. No soy, y conste que lo confieso sin saña, persona de grandes ideas, tampoco tenaz o lúcido, y temo que ni siquiera resulto coherente. Mi sed, que no es sed como la que pudo sentir usted, don Carlos, se aplaca con torpes ficciones, con culturilla de andar por casa, con estas mamarrachadas que aquí escribo y por allá sigo. No he leído a Cortázar, ni a Faulkner, tampoco a Vargas Llosa o a Joyce. Mi embrutecida alma se conforma con la línea clara de Vittorio Giardino, la simplicidad orientalista de Hermann Hesse y la divagancia musical de Manolo García. Soy un claro ejemplo de la decadencia intelectual de Occidente, lo sé. Prejuzgo, me temo, a Madame Cultura como una simple concubina al servicio de mi lujuriosa ociosidad. Creo que a usted, como a su amigo el citado nobel peruano, tal aserción defendida por semejante bellaco podría haberle provocado un gesto de ira. O una carcajada de pánico. Y tampoco se lo podría recriminar, señor. De ninguna manera.

Llegado a este punto sin retorno, he de confesar que su deceso, anunciado a bombo y platillo en los medios digitales, ha hecho mella en mi ánimo. Ignoro, eso sí, si dicha huella me empujará a buscar sus obras y devorarlas (me temo que en mi lista de propósitos que nunca realizaré les anteceden las de Robert Graves o las de Coetzee). Pero sé que el mundo, el mundo que yo percibo y digo conocer, le extrañará en exceso. En cada época o edad, hay pocos espejos en los que reflejarse. Modelos de conducta, personas que inspiran a la masa que lo observa.Y usted, don Carlos, más que escritor era lector. Un lector de todo y de todos. Un tipo voraz, curioso e insatisfecho. Y eso es algo extraño, fascinante e ilógico en este tiempo de petulantes y necios, ególatras y ciegos al que el resto pertenecemos. 

Mis respetos, caballero. Espero, por su bien y el de los que aquí quedamos, que no descanse; que siga escribiendo allá donde haya ido a parar, que continúe leyendo.


lunes, 14 de mayo de 2012

Coches que tuve y no olvido ... (3)

El siguiente coche tras el R-7 no era mío ... aunque era casi de mi propiedad. Ya sé que empiezo a parecer al abuelo Cebolleta (by Vázquez, por supuesto) pero he de remontarme a la mili. A mi servicio militar. Lo hice algo tarde (a los veintidós o veintitres), en Marines (un pueblecito valenciano del que jamás había oído hablar) y me mantuvo "ocupado" durante nueve largos meses (creo recordar que mi reemplazo fue el segundo que cumplía menos de un año).

Mi comienzo fue catastrófico. El sargento primero Lerín (con tal apellido, no podía más que ser un tipo entrañable) seleccionó a los conductores de mi grupo, es decir, a los que harían el cursillo de camiones. La prueba, muy básica, consistía en conducir por la base un vehículo militar (no recuerdo qué marca y modelo era). Como yo, de por sí, siempre he sido bastante nervioso (y los pedales de embrague y de freno, enormes y cuadrados, me parecían un solo pedal) no pude más que frenar cuando quería meter tercera y rascar la marcha cuando pensaba parar. Aquel buen hombre no me dijo nada (con la mirada ya lo había dicho todo) y, claro, me quedé sin el puñetero cursillo.

No me fastidió porque me lo hubiera planteado como meta. Lo hizo porque, y aquella ocasión no fue una excepción, tengo el don de defraudar a los demás (y a mí mismo, claro) en los momentos cruciales. El caso es que quedé relegado a la oficina, donde mis dotes para tramitar, gestionar y no levantar la vista del PC fueron convenientemente valorados. No lo pasé mal, no. El sargento primero que me tocó, un tipo adscrito a Transmisiones con gafas de culo de vaso y una locuacidad cultivada en la bronca y el alarido, se reveló como una jefe competente y una gran persona (rara avis, por cierto). Gracias a él, rebautizado como Mortadelo, me gané algunos de esos galones que no se ven pero que todo el mundo sabe que tienes y, poco a poco, me fui olvidando del parque móvil. Solo veía algún vehículo militar cuando me tocaba guardia (solo hice tres, y dos fueron de conductor, con una vieja Dodge de la segunda guerra mundial que algún general lumbreras compraría a precio de saldo a los americanos) y cuando íbamos de maniobras (algo que se hacía en mi unidad bastante a menudo). Un buen día, en los preparativos de unos ejercicios que íbamos a realizar en Ciudad Real junto al ejército alemán, mi humilde persona (que, además de oficinista y distribuidor de servicios, era operador de AN/TRC-145, una unidad de radio táctica de gran capacidad) fui nominado por el entrañable Lerín (colerín, colerado, este cuento se ha acabado) para llevar uno de los vehículos del convoy. Y me asignaron hasta licenciarme un enorme Land Rover verde oliva, de esos que tanto había admirado en mi infancia, ruidoso, despampanante y recién salido del taller de chapa y pintura. Aún recuerdo adentrarme con él por caminos imposibles (bendita reductora) y, cómo no, el acojanado gesto del sargento Bascuñana, el bigotes que a mi lado, agarrado al sillón hasta con los dientes, maldecía mi estampa cada vez que me lanzaba por aquellas pistas. 

Creo que era un Land Rover Santana 109. Parecido a éste:



En ésta no está tan favorecido:


Seguro que todavía está en algún garaje de la base militar de Marines. Seguro que todavía hay alguien que, cuando va por allí, lo mira y piensa que allí, olvidado entre polvo y herrumbre, aún merece que le reparen la transmisión y le den una manita de pintura. Seguro que aquel mastodonte de hierro se llevó algunos de los mejores momentos que he vivido con un volante en las manos. Y seguro que Lerín, que por entonces tendría la edad que tengo yo ahora, ya está jubilado. ¡Bien corto es el camino, maldita sea!



miércoles, 9 de mayo de 2012

Excepcional

Como excepcional, según la doctrina, entendemos aquello que constituye excepción de la regla común, lo que se aparta de lo ordinario, o que rara vez acontece. Excepcional suele llamarse, por ejemplo, a una película que se haya saltado todos los cánones y reglas cinematográficos hasta ese momento utilizados para dibujarnos o contarnos una historia de manera veraz y, por supuesto, conmovedora. También se tilda de tal manera a un libro, o a un poema, o incluso al retrato inacabado (y por escasas personas observado) de la familia Borbón. Excepcionales se afirma que son las austeras medidas aprobadas por los gobiernos europeos pretendiendo suavizar su impacto (aunque, a la vista está, se hayan ya transmutado en todo lo contrario, frecuentes). Excepcional puede ser un deportista, capaz de asumir el peso de un grupo, de una nación e incluso de una pasión, y excepcional, claro está, logra ser una idea nueva, o una antigua olvidada, que intenta, y a veces logra, cambiar algo que creíamos inamovible.

Lo excepcional, parece, tiene en nuestro lenguaje, en nuestro sentir y entender, una acepción positiva. Más claro: si digo que esa joven es excepcional, parece que quiero expresar necesariamente que me encuentro ante una muchacha virtuosa, inteligente o hermosa. Al procurar atenerme al significado estricto de la palabra, puedo estar asegurando, sin embargo, que la chica es horrorosa, que es denodadamente idiota o, tal vez, que es propietaria de un carácter tan irritante que, aunque mi vida pudiera prolongarse indefinidamente, jamás me encontraría con nadie que pudiera parecerme tan insoportable.


Esta plomiza (pido mil disculpas, please) digresión viene causada por la interesada y malintencionada capacidad que cada uno de nosotros, y especialmente un servidor (ruego perdón por mi egocentrismo, pero soy la persona que más he llegado a conocer) tiene para refugiarse en la ambigüedad del lenguaje. Yo, criminal y bárbaro, utilizo la palabra grueso cuando observo que alguien está gordo, califico de normal aquello que asumo como detestable, y presumo de prudente cuando sé que me comporto como un cobarde. Soy (e intuyo que no soy el único) esclavo de las palabras. Y en este punto, quiero ser lo más claro posible y así asegurar que los actuales concursos televisivos, tan escasos en los años de bonanza económica, ya no son excepcionales. No, no. No es que antes de la crisis fueran buenos; en los buenos tiempos, eran pocos. Ahora todas las cadenas emiten montooooones de concursos, como si todas ellas se hubiesen conjurado para que el ciudadano medio, ése que está en paro y no sabe cuando lo van a desahuciar, olvidara momentáneamente sus problemas y se convierta en un autómata que sueña con un abrazo de la Diosa Fortuna. Cuando contemplo al histrión Arturo Valls rodeado de concursantes que, por errar en sus respuestas, caen peligrosamente al vacío (alguna demanda por lesiones  le caerá a la productora del programa, ya verán) o, peor aún, cuando me doy de bruces con la irritante teatralidad de la cadavérica Raquel Sánchez Silva que trata a su idolatrado Cubo (perdón por la mayúscula) como si de un ente inteligente se tratara, uno no puede más que aceptar que la temida estulticia que nos caracteriza nos conduce directos al Apocalipsis. Que Chicho Ibáñez Serrador nos pille confesados.