sábado, 2 de junio de 2012

Life in Greeceland



Me contaban hace nada, unas pocas semanas, que la situación en Atenas es caótica. Decadente. Tan ruinosa como la mismísima Acrópolis. 

- Es un desastre. ¡La gente circula sin respetar las señales, como locos, aparcando entre los soportales de las avenidas! Todo está sucio, y la burocracia, para qué contarte ... un puñetero desastre.

No pude menos que sonreír.

- ¿Todavía toman las curvas invadiendo el sentido contrario?

Mi amiga, doctora en biología y congresista para la ocasión por más señas, asintió escandalizada.

- ¡Un desastre, Antonio! ¡No me extraña que les vaya tan mal! Aquello es la jungla.

A mi amiga no le falta razón, no. Atenas es un caos. En estos tiempos de salvajes recortes y capitales furtivos, cuando Europa se plantea invitar a la Hélade a que abandone su moneda y ajusticie a sus rebeldes, que exigen bienestar y futuro, visitar la ciudad de Pericles debe ser toda una experiencia. O no. 

Mi primera y única visita a Atenas la hice en julio de 1996. Hace casi dieciséis años. Y Atenas, la Atenas que aún añoro, era fea y guarra. A rabiar, lo juro. Putas y albaneses, coches y humo. El cochambroso metro de la ciudad (que la Olimpiada, al parecer, ya jubiló), las calles sucias y descuidadas, los apóstoles del fútbol y la pornografía en los quioscos. Todo eso, lo se, ya estaba ahí. Ya estaba el haragán, que vivía pensionado por el Estado. Ya existía el funcionario que abusaba de su posición para estafar a su conciudadano. Ya vivían los artistas del engaño, la picaresca y la usura, encabezados por los hoteles, que intentaban darte menos dracmas por dólar de los que te cambiaban en cualquier banco. 

El arte de sobrevivir, la suerte del engaño y el trapicheo forman parte de la conciencia griega, y es cosa que no debiera extrañarnos. Los helenos han sido ocupados, invadidos, maltratados de muchas formas y maneras. Y no una, sino muchas veces. No es aquella tierra lugar con grandes recursos naturales. No han sido bendecidos con petróleo, ni con fértiles tierras, ni con grandes yacimientos minerales. Han sido, sin embargo, maldecidos con un clima benigno, con un calor abrasador, con unas islas paradisíacas que conducen a la holgazanería, la autocomplacencia y, claro que sí, cierta acepción lujuriosa del placer. Su riqueza proviene del mar, que proporciona un excelente pescado, un azul indescriptible, un horizonte tan hermoso que provoca que los hedonistas ansíen cruzarlo en su yate. Llévense a cualquier ingeniero alemán a fabricar motores a Grecia. Instalen a una bioquímica sueca, o a un legislador británico, en la vorágine de Atenas, en la vitalidad de Salónica o en la plácidez de Nauplia ... y ya verán.

Si Grecia está en quiebra es porque Europa la ha llevado de la mano hasta ella. Si España está cerca de verse como ella, o Italia, o incluso Francia o la mismísima Alemania, es porque Europa, ese falso concepto tan alejado de la realidad como una excelsa entidad bancaria de un parado de larga duración, no existe. No existe, no. Lo afirmo yo, que no soy nadie. Europa solo fue el nombre de una mujer mortal seducida (o violada, que en la Grecia clásica debía tenerse por lo mismo) por el mitológico Zeus Olímpico transformado en toro. A nosotros, los inexistentes europeos, nos raptan, deshonran y mancillan los misteriosos mercados financieros, venidos de las sombras, comprados por los que no saben perder, los sabuesos del capital. 

Dicen que Zeus, tras violar a Europa, tuvo tres hijos: Minos, tirano de Creta y padre a su vez del horroroso Minotauro. Radamantis, juez de los condenados al Infierno de Dante. Y también un tal Sarpedón, del que no tengo referencias. Los bonos basura, la banca acreedora y la recapitalización de fondos públicos son los nuevos hijos de la asociación de países (remedo de comunidad de bienes, si me apuran) a la que llamamos Europa y los tres, de la manita, nos llevan de vuelta al feudalismo. Y si no me creen, al tiempo ...

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