domingo, 3 de abril de 2011

Mi paraíso


Donde vivo, tengo la suerte de disfrutar de una terraza. Y en ella, junto a otras plantas, tengo una higuera. Ella, mi higuera, la planté en un macetero grande, de esos de plástico que imitan a los de terracota. Mi higuera, que llevará conmigo cuatro años por lo menos, no ha crecido mucho, no. Es flaca y pálida, como una novia largirucha. Se queda pelada en invierno, y sufre los embites del viento cuando, fiero, irrumpe en mis dominios. Pero, con todo, cuando lo ha querido, me ha regalado deliciosas brevas, y también higos. El año en el que sus frutos han sido malos, no he podido reprochárselo; ya hace bastante, la pobre, considerando los escasísimos cuidados que le dedico.

Mi higuera, cada primavera, se puebla con hermosas hojas verdes y me arranca una sonrisa, la ilusión, el deseo de tener un día libre para disfrutarlo en mi terraza. No es poco, no. Es todo un lujo. Y este año, este mes de marzo que ya ha pasado, me he encontrado una inesperada sorpresa: allí, junto a la eugenia reseca, entre el ficus desangelado y los testarudos geranios, una planta que mi madre me regaló, un ave del paraíso sudafricana, ha estallado en toda su belleza. Leo que requiere grandes cantidades de agua entre marzo y octubre, así como ser abonada semanalmente. Estupefacto, solo puedo afirmar una cosa: la vida, efectivamente, es un milagro.

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