lunes, 23 de julio de 2012

Coches que tuve y no olvido ... (4)

Hacía tiempo que no pasaba por aquí.

Aunque sea imposible, suplico que se me entienda: tanto recorte, tanta miseria invocada, tanto encorbatado con seguro médico y podadora, hacen que mi ánimo mengüe. Soy de espíritu depresible, sí. Aunque también bárbaro e irascible. Advierto.

Hoy me toca hablaros de un coche que tampoco fue de mi propiedad, pero que conduje durante toda una semana. Cuando acababa el siglo XX, my wife and me viajamos a la maravillosa isla de Lanzarote, en las Canarias. Al anunciar que ya teníamos los billetes de avión, hubo quién nos advirtió de su particular orografía y de la monotoneidad de su paisaje. Intentaron vendernos Tenerife, que no dudo debe ser maravillosa. Pero no. Soy testarudo, como un borrico alpujarreño. Y quería visitar la isla donde habita mi admirado Alberto Vázquez Figueroa, el lugar en el que aún se lucha por acotar el ansía de poder de publicistas y hoteleros, donde César Manrique escribió su terco legado en beneficio de todos,  lanzaroteños y forasteros: la isla del viento, la ínsula que, merced a una reciente erupción volcánica, no es tan chica como lo fue antaño. La lava, negra y fría, está presente allá donde mires: en sus casas blanquísimas de ventanas y puertas verdes, en los campos de ébano donde crecen las indómitas vides de uva blanca, la malvasía, o en sus grutas, recovecos y acantilados, tan hermosos como ajenos al mundo que estamos acostumbrados a contemplar en la península. En las entrañas de Timanfaya, sometida pero amenazadora, arde aún la lava roja, esperando su turno. Es un lugar primigenio, fértil y voraz, cruel y arrebatador. Una maravilla.


El coche que alquilamos era un Renault Twingo rojo, con un novedoso (al menos, para nosotros) techo corredizo. Recuerdo con gran cariño las vueltas que le dimos por la isla, lo estupendo que era tener el cielo, de día o de noche, abierto sobre nuestras cabezas. Recuerdo, o acaso ahora invento, lo jóvenes que nos hizo sentir a pesar de que íbamos disparados hacia los treinta años. El tiempo, ay, pasa raudo y hambriento, como la lava bajo la plataforma continental africana. Se llevará crisis, primas de riesgo y rescates financieros, pero el recuerdo de aquel Twingo, tan innovador como feo, no habrá manera de borrarlo.





2 comentarios:

  1. Con tu entrada, acabas de recordarme un libro que no hace mucho que he leído y que recomiendo desde tu blog, ya que estoy: Océano, de Figueroa. En él se describe todo o que nombras sobre la isla negra y el laberinto de rocas del Timanfaya.
    Sobre el coche: no es tan feo, ¿no? (conste que nunca lo he tenido).

    Un saludo.

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  2. Hola, estimado Pedro.
    No he leído Océano, pero espero rascar algo de tiempo libre y hacerlo pronto. Si leí Tuareg, El perro, Ébano y Nuevos Dioses. Le debo (a Alberto, no a Lanzarote, claro) mi gusto por la aventura y los lugares exóticos (también a Salgari y a Verne). En cuanto al Twingo, joder, cuando irrumpió en las carreteras españolas, allá por el noventa y pocos, lo más guay era conducir un 205 o, mejor, un Golf GTI. Era muy manida la frase de "eres más feo que un Twingo" (consúltese la frikipedia, http://www.frikipedia.es/friki/Twingo)

    Un abrazo también para ti.

    Antonio.

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