domingo, 8 de enero de 2012

Duendes



Hace bien poco leí un titular de la prensa digital que venía a decir que, a partir de los cuarenta y cinco años, el cerebro inicia la fase de degeneración, por lo que sus prestaciones y rendimiento van menguando periódicamente.

Yo aún no tengo cuarenta y cinco. De hecho, no recuerdo cuantos cumplo este año. A ver: nací en el sesenta y nueve, tres meses antes de que se produjera (o no) el supuesto alunizaje del Apolo XI. Cuarenta y tres tacos, claro. Vaya por God. Pues ya digo; presento síntomas más que evidentes de que mi cerebro, ya deficiente en su fabricación, va a la deriva en pos de un mañana sin recuerdos. Son incontables las ocasiones en las que me he vuelto loco pretendiendo localizar alguna cosa que, en un pasado inmediato, ha pasado por mis manos: unas llaves, un libro, un documento e, incluso, hasta un coche. Escala 1:1, aclaro. La sensación de angustia que me produce, de desamparo ante tan repentinas pérdidas de memoria, a menudo se compensa con el encuentro casual del objeto extraviado.

Me consuela pensar, por lo que escucho y observo, que no soy el único espécimen humano afectado por tal mal a tan temprana (ejem) edad. Pero claro: uno, inevitable y estúpidamente, tiende a tenerse por el ónfalo del mundo.

Más grave si cabe, por las repercusiones que puede cobrar, es olvidar lo que uno ha contado o dicho y/o al sujeto que lo ha escuchado. Decía el inefable actor Roger Moore (sí, aquel James Bond caracartón que asemejaba ser incapaz de doblar una servilleta y sonreír al mismo tiempo) que odiaba conceder entrevistas, porque era incapaz de recordar las mentiras que había contado en la última. Algo así me ocurre a mí. Que no se me malinterprete: no soy un mentiroso (no siempre, al menos), pero tengo querencia por la (mala) literatura y me agrada modificar las circunstancias de un suceso para hacerlo más, cómo decirlo, sugestivo. Me adapto, diríase, a lo que el público (¡mi público!) espera de mí. El problema es que, en casi todas las ocasiones, por mi menguante y traviesa memoria, se me ve el plumero. Y, claro, hay quién no me lo perdona y me propina un tomatazo.

¿Por qué cuento todo esto? Creo que porque me he pasado media tarde buscando algo que no he encontrado. He revuelto la casa, he mirado en los rincones y nada, no hay remedio. Así que, para someter la ansiedad, me ha dado por escribir esta chorrada. Y me he acordado, mira tú por donde, de los duendes de los que hablaba mi madre. Supongo que alguien (puede que incluso mi madre) os habrá contado de su inexistencia: serían unos seres fantásticos que, para hacer rabiar a los humanos, se dedican a esconderles cosas cuando más las necesitan. Un oficio interesante, sin duda. Y con un enorme futuro. También hay quién habla de un supuesto demonio, al que hay que (cito literalmente) atarle los cojones para que devuelva lo que ha ocultado, lo que se traduce en tomar un pañuelo y hacer un nudo con una de sus esquinas. Atavismos que, irremediablemente y desde que el ser humano es tal, han minado los rincones más oscuros de nuestros cerebros. Hace bien poco alguien presuntamente cuerdo (y que, naturalmente, ahora mismo no alcanzo a identificar) me contaba que, durante años y cada noche, se tendía en la cama totalmente recta, pues era la única posición en la que lograba conciliar el sueño. Otros, tras inducirlos levemente, confiesan que utilizan prendas que atraen la improbable fortuna, o que tocan madera cuando un mal pensamiento atraviesa fugazmente su presente. Todos, o casi todos, hemos creído (o creemos) en lo inexistente. Así que le echaré a los duendes la culpa y me engañaré con la idea de que aún soy demasiado joven para tener lagunas (¿o son océanos?) de memoria.



No hay comentarios:

Publicar un comentario