domingo, 4 de diciembre de 2011

Jugar para que no te olviden ...

Hoy, escuché en televisión (porque solo la escucho, entre el voy y el vengo) que Sócrates, el gran Sócrates, ha muerto. Entre los que no saben nada de fútbol, un 80 por 100 (espero) habrá pensado que Sócrates era un personaje histórico muy antiguo y que, por tanto, debería estar criando malvas desde hace mucho, mucho tiempo. Un 10 por 100, además, habrá recordado que era un pensador griego y que fue condenado a morir envenenado, sin saber el motivo. Otro 7 por 100 más, en un alarde de conocimientos, significará que el veneno que ingirió el fulano no era otro que la cicuta. Y un último 3 por 100, la "élite", sabrá que la pena de muerte del filósofo, oficialmente, estuvo motivada en su negación de la existencia de los dioses olímpicos.

Si te gusta (aunque sea un poco, como a mí) el fútbol, tienes alguna peregrina idea sobre filosofía o historia y, para más inri, albergas el defecto de memorizar detalles estúpidos que el resto de la humanidad ha logrado olvidar, también recordarás que Sócrates, el que hoy ha protagonizado los obituarios matutinos, fue un futbolista brasileño. Un artista del balón.

Uno que, insisto, no sabe nada de futbol (el buen manejo del balón y la inteligencia táctica, una gran constitución atlética y el carácter ganador, han sido virtudes de las que he carecido desde mi más tierna infancia), ni siquiera sabe leer partidos. Uno, que soy yo, es obvio, es incapaz de percatarse de cuando un equipo pasa del 4-4-3 al 3-5-2, ni cuando un jugador promete, ni siquiera cuando un partido ha sido bueno. Uno, que es más blaugrana que el Camp Nou, lo es porque sí, sin más, porque había un futbolista flacucho llamado Cruyff que nunca le salía en los sobres de estampas, porque un jugador alopécico y bigotón llamado Ramón María Calderé tenía todo el pundonor que él quisiera desear, porque un himno cantado por Serrat es aún capaz, y siempre lo será, de hacerle llorar de emoción. No me gusta el fútbol, suelo decir. M' agrada el Barça. Sin más.

Mi patética confesión puede hacerme ir más allá: yo, como ilusorio y visionario mandamás culé, hubiera vendido sin reparos a Xavi, cuando era un crío y, se decía, no llegaba a la suela de las botas de Guardiola. Yo, cuando ví jugar a Messi, vaticiné que no sería mejor que Ronaldinho, al que siempre puse en un altar. Sí. Yo también pensé que Pep duraría media temporada, como mucho. Y que lo de la firma de Figo por el Madrid era un bulo de la prensa mandrileña.

Un portento, vaya.

Hagamos un flashback.
Tenía yo 16 años. Era un crío con pocos amigos. Me gustaba mucho leer, jugar (aún lo hago, no lo crean) y, generalmente, no era lo que puede tomarse como un tío enrollao. Era un plasta. Un freakie. Y, sí, un acomplejado.

Afortunadamente, a veces los demás chavales me hacían un hueco. Tal vez por lástima, quiero creer. Y una tarde de verano nos fuimos andando, todos, hasta el campo de los padres de uno de ellos. El campo, porque aquello era una casita de aperos, rodeado de matorrales, montones de arena y herramientas por doquier. Sacaron el televisor al porche. Un televisor a color, los tiempos ya estaban cambiando. Vicentín, el gordo (ahora está mucho más delgado y es jardinero) era el anfitrión. Había comenzado el mundial de México. Era el estío de 1986. Jugaba España contra Brasil. Sí; fue el partido el gol invisible del Míchel. El partido en el que la selección carioca nos ganó por la mínima. ¿Y quién marcó el único gol del partido? Sócrates.

Sócrates, el barbudo. Sócrates, el médico. Sócrates, el largirucho con los pies minúsculos que tiraba los penalties de espaldas, golpeando el balón con el talón de Aquiles. ¡Con el dichoso talón! Y ahí me había dado. Yo, que era un bicho raro por haber leído La Ilíada y La Odisea sin apenas pestañear, no pude más que sentirme fascinado ante ese futbolísta con pinta de revolucionario y porte desgarbado. Como me sucedió con Magic Johnson. Y con Larry Bird. Y con Kareem Abdul-Jabbar. Y con el mismísimo Ralph Sampson.

Hoy, repito, me entero de que, por una razón u otra, el héroe ha muerto. Y, en un artículo que leo en El País, le atribuyen la frase de la que he extraído el título de esta entrada: "No hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden". Y me he acordado de Iniesta y de su gol-orgasmo en Sudáfrica. Y de la primera copa de Europa del Barça, que no pude ver. Y de la segunda (¡la primera en formato champions, frente al Arsenal!) que me hizo llorar como un niño. Y del gol de Torres, del de Antonio Maceda frente a la Alemania de Schumacher, de Sabonis y Petrovic enzarzados en una lucha de titanes. De Superepi, portando la llama hasta la fecha que encendería el pebetero olímpico.

La profecía decía que Aquiles pudo elegir entre una vida larga pero aburrida y otra corta, pero gloriosa. Sócrates, el filósofo-socialista, el pediatra que fue elegido mejor futbolista sudamericano de 1983, es hijo de la ninfa Tetis, como el mismísimo héroe de los pies ligeros.




1 comentario:

  1. Un bello homenaje a uno de esos personajes que contribuyo a llenar nuestra memoria colectiva, te invito a que leas en mi blog El teorema de la Roja que repasa esa memoria colectiva y La alegría de marcar un gol , un texto autobiográfico.
    Un saludo.

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