domingo, 21 de septiembre de 2008

Concordancia de criterios

La mañana, luminosa, invitaba a pasear. El asfalto estaba mojado y la gente, aprovechando el escaso tráfico en el centro de la ciudad, cruzaba las aceras sin muchos apuros; decidí comprar el periódico por el solo placer de hojearlo e, indolente, consentí que mi perro intuyera la ruta a seguir.

Era un domingo de invierno, un día de esos en los que el sol calienta con tibieza y los madrugadores van a desayunar a la churrería de la esquina. El cielo era claro y la algarabía de unos gorriones revoltosos arrastró mi mirada hasta la fachada de un edificio antiguo.

Se parecía a otra similar que, en una ocasión, admiré en algún rincón de Roma. Y, claro está, no pude más que acordarme de "Caro diario". Los amantes del cine como mero ejercicio de contemplación, aquellos que gustan de disfrutar del espectáculo de lo cotidiano, ajenos a los fuegos de artificio y a las tramas enloquecidas, seguramente habrán visto esa película italiana. Bueno; ellos y otros que pueden amenazar con retirarte la palabra si se te ocurre defender una obra tan atípica. Sobre ciertos criterios, pese a mi parecer, siempre hay discordancias.

Como a Nanni Moretti, protagonista absoluto de la cinta, me fascinan los paisajes urbanos. Y aunque yo, como él, no me afano en recorrer la ciudad montado en vespa, haciendo paradas frente a cada edificio que las merezca, he de confesar que disfruto dejando mi afición en manos de la casualidad. Créanme: este alegato puede parecerles un argumento razonable. Pero, de hecho, es la excusa que suele dictar mi holgazanería.

Y como de encuentros casuales hablábamos, volvamos a la fachada. Era amarilla y pertenecía a una casa de cuatro plantas. De estilo clásico, había sido recientemente restaurada; de no ser así, no hubiese tenido sentido su olvidada invisibilidad. La puerta de entrada, salvaguardada por una hermosa reja de forja, era de madera noble, sin duda de origen exótico. Y el ático, con su pérgola y sus plantas trepadoras, se presentaba como una auténtica gozada para la vista.

Pero claro: junto a esa casa, delineado en trazas vulgares y ángulos hirientes, pervivía uno de esos edificios de más de doce plantas que pululan en Alicante, levantado en cemento y yeso, fiel reflejo del humo que vomitan los coches. Y más abajo, en la misma acerca, se alzaba otro monstruo de ladrillo caravista verde, con la fachada de la planta baja herida con pintadas ilegibles de furiosos colores.

Es doloroso comprobar que Alicante se ha convertido en un caos urbanístico, fruto de los desmanes de demasiados incapaces. Nadie, hasta ahora, se ha preocupado de mimar una ciudad que, por su privilegiada ubicación junto al mar, ofrece toda suerte de posibilidades. A ninguno de nuestros políticos le ha interesado trazar un proyecto estéticamente coherente y, lo que es peor, no hay voces que clamen contra la demolición de cualquier edificio que, en otras circunstancias, podría ser calificado como histórico. Sobre los solares que queden, desnudos y desescombrados, algún especulador consentido construirá un número escándaloso de viviendas que, de una forma o de otra, engordarán los bolsillos de un número creciente de acaparadores, hambrientos carroñeros a los que poco parece importarles que nuestro país ostente el mayor parque de inmuebles deshabitados de toda la Comunidad Europea.

En todo eso pensaba aquel domingo, mientras caminaba. En eso, y en el modelo que nos muestran algunas ciudades y pueblos que, empeñados en no perder sus raíces, proyectan ideas coherentes hacia el futuro. Abstraído en mi pesimismo, me sorprendió descubrir la meada que mi perro había lanzado sobre una inmensa mole de bronce y cemento que algún brillante pensador había decidido poner junto al Teatro Principal.

Busto de Agamenón. Así se llamaba la escultura. Sin duda, un homenaje a uno de los personajes más fugaces de La Orestiada, de Esquilo. Y de Electra, de Eurípides. Agamenón, rey de reyes, condujo a los aqueos hasta Asia Menor a fin de rescatar de los brazos de un troyano a Helena, la hermosa mujer de su cornudo hermano.

Sin entrar en la estética de la pieza que se alzaba en medio del paseo, que encajaba en aquel entorno tal que un mulo en el aparcamiento de una discoteca, pensé que poco favor hacíamos al teatro ensalzando la figura de un antiguo déspota cuyo mayor mérito fue haber sido degollado por su esposa Clitemnestra.

- ¿No le da vergüenza?

Una señora mayor, de semblante bovino, comenzó a increparme a mis espaldas. Y continuó.

- ¡Tenga un poco de respeto, hombre! ¿No ve que su perro se está orinando sobre una obra de arte?

Yo, que en pocas ocasiones logro sortear situaciones tan embarazosas, le contesté:

- La verdad, señora, es que mi chucho y yo compartimos el mismo criterio; al menos en lo que se refiere a este busto.

Y sin decir nada más, arrastrado por mi mascota hacia alguna ignorada esquina, comencé a imaginar lo bien que quedaría un busto de Helena de Troya, destapando su desnudez en mitad de la acera.


Antonio J. López. Enero de 2002

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